La agonía del pueblo de los pantalones Lois
La pequeña población valenciana de Millares, cuna de los vaqueros más modernos de la España franquista, languidece desde perdió la fábrica de ropa en 1992
Solo las goteras en el interior de las naves, producto de un reciente chaparrón, rompen el silencio en torno a la antigua fábrica de Sáez Merino en Millares (Valencia), una planta de 8.000 metros cuadrados cuyo potente sistema de aire acondicionado emitió durante décadas un zumbido que envolvía el pueblo 24 horas al día. “Los trabajadores veníamos por ahí. Los turnos empezaban a las 6 de la mañana, a las 2 del mediodía y a las 10 de la noche”, dice Jesús Galdón mirando hacia un camino medio tapado por la vegetación por el que se mueve un grupo de gatos. “Entonces, por donde pasabas había gente. Había cinco bares y todos estaban a tope. Algunos cerraban ya entrada la madrugada y volvían a abrir pronto. Ahora hay veces que no me cruzo con nadie en todo el día”, comenta Galdón, uno de los últimos trabajadores de la fábrica, de la que sigue teniendo llaves.
Millares, un pueblo colgado en las montañas del interior de Valencia, pequeño y mal comunicado, se convirtió en los años sesenta en la cuna de Lois, los pantalones vaqueros más modernos de la España franquista. La fábrica llegó a emplear a 200 personas, el 20% de los habitantes, dotó al municipio del orgullo de los obreros industriales y a los hogares de bienes impensables en los pueblos de alrededor: en los sesenta casi todas las casas tenían frigorífico, televisión y lavadora, y todos los meses entraba un coche nuevo. El cierre de la planta, en 1992, marcó el inició de la decadencia de un municipio, que parece caminar a paso firme hacia la desaparición.
Los creadores de Lois y otras marcas como Caroche, Caster y Cimarrón fueron Manuel y Joaquín Sáez Merino, que empezaron trabajando en la tienda de comida, ropa y herramientas que sus padres tenían en el pueblo. En los años cincuenta compraron tres telares de segunda mano en Alcoi y empezaron a confeccionar prendas que salían a vender por la zona. Dos décadas más tarde poseían ocho fábricas, un nombre reconocible fuera de España y los integrantes del grupo sueco Abba posaban con sus vaqueros en un anuncio delante del Ayuntamiento de Estocolmo.
Instinto empresarial
Empresarios sin formación pero con instinto, los hermanos Sáez Merino, ya fallecidos, aprovecharon las ventajas competitivas a su alcance. La primera, un coste de la mano de obra, muy bajo en un tipo de industria, la textil, que incluso hoy la necesita de forma intensiva, señala Lluís Torró, profesor de Historia de la Economía en la Universidad de Alicante. Los vecinos de Millares llevaban siglos viviendo de la agricultura de secano en un terreno agreste y poco productivo. Cuando empezó el negocio, era habitual que los trabajadores nuevos no cobrasen durante los dos primeros meses. La segunda ventaja fue la muralla arancelaria vigente durante el franquismo, que convirtió sus pantalones y chaquetas tejanas en la versión asequible para los españoles de la gran tendencia en la moda internacional de la época. “El proteccionismo les permitió tener un mercado casi sin competencia. Cuando en los ochenta empezaron a levantarse los aranceles, llegaron los problemas”, afirma Torró.
Los empresarios se convirtieron en una especie de padrinos. La principal calle de Millares lleva desde 1983 su nombre y la placa está decorada con el nombre y el logotipo —un toro— de Lois. “La gran ambición de los padres era que sus hijos entraran en la fábrica nada más acabar el colegio —muchos empezaban con 14— porque pensaban que iba a ser para siempre y les daría estabilidad”, recuerda Ricardo Pérez, alcalde de Millares, del PP.
Escuela vacía
El Grupo Távex compró la fábrica a principios de los noventa. Una de sus primeras decisiones consistió en enviar a una delegación de trabajadores de Millares a Marruecos para que enseñaran el oficio a los obreros de la nueva planta que habían construido allí. “Estuvimos unos meses y al poco de volver cerraron la fábrica de aquí. Aquello hundió al pueblo totalmente”, cuenta Silvia Sáez, que entonces tenía 23 años y tuvo que irse de Millares. Ahora trabaja en una residencia de ancianos de Buñol, que queda a 45 minutos en coche.
Cuando Fidel Pérez empezó a dar clases en la escuela de Millares, en 1977, tenía 150 alumnos. El curso pasado eran seis, pese a que el Ayuntamiento da a las familias 100 euros al mes por niño. Una cantidad -entregada en 10 vales- que pueden gastar en la panadería, la carnicería y la tienda que resisten en el pueblo. Desde que cerró la fábrica, la comarca ha perdido un 5% de la población. Millares, más de la mitad. En el censo constan 348 personas, pero en invierno solo vive la mitad. “Éramos la envidia de los pueblos de alrededor”, dice Pérez, “y ahora aquí hay muy poco porvenir”.
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