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Recetas legales para proteger los alimentos frente al plagio

Una de las grandes dificultades de la industria alimentaria es cómo defender sus creaciones

Un trabajador embotella Coca-Cola en una imagen de 1955.  
Un trabajador embotella Coca-Cola en una imagen de 1955.  American Stock Archive (Getty Images)

En noviembre, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) rechazó que el sabor de un queso holandés de la marca Heksenkaas, compuesto por nata y finas hierbas, pudiera disfrutar de la protección de los derechos de autor. La sentencia aseguró que el sabor es una “sensación gustativa subjetiva y variable” que, al no poderse identificar de manera “precisa y objetiva”, queda fuera de la defensa jurídica que reciben las obras y creaciones. Este motivo es el mismo por el que los organismos europeos, con anterioridad, han justificado la negativa a inscribir como marca el gusto de otros productos comestibles.

El litigio pone de manifiesto uno de los grandes retos legales a los que se enfrenta la industria alimentaria: cómo proteger los productos fruto de su innovación. La legislación sobre propiedad intelectual e industrial ofrece a individuos y empresas herramientas para actuar contra imitaciones y plagios. No obstante, en el caso de las compañías que fabrican comida, entra en juego un factor que lo complica todo: el sabor es una percepción subjetiva que, al menos de momento, no puede definirse con una fórmula o describirse con parámetros indubitables. Esta circunstancia, en todo caso, dificulta pero no imposibilita los mecanismos de defensa, ya que existen otras vías legales que esquivan el controvertido requisito de precisar el sabor del producto final.

Una de las más habituales es la patente de la receta. De hecho, en la Oficina Española de Patentes y Marcas (OEPM) se encuentran registradas recetas de platos tan típicos como la tortilla de patata o la salsa brava. También la fórmula del gazpacho andaluz Alvalle. En este caso la protección no ampara el sabor propiamente dicho, pero sí el procedimiento mediante el cual este se consigue.

Una patente es un título que reconoce el derecho de su creador a explotar un determinado invento, e impide la fabricación, venta o utilización por parte de terceros sin consentimiento. De producirse esta circunstancia, el dueño de la misma “podrá ir en contra del que esté copiando su producto”, señala Patricia Ramos, directora de patentes de Pons IP. Para poder optar a este sistema, la invención debe cumplir tres estrictos requisitos: que sea una novedad, fruto de la actividad inventiva y que que sea de aplicación industrial. Si se cumplen estas condiciones, puede defenderse tanto el producto en sí, como su receta, las máquinas utilizadas para su obtención o incluso una tecnología que se aplique en el proceso “y que sirva para alargar la conservación del alimento o mantener sus propiedades, por ejemplo”, explica Ramos.

¿Cuál es el contra? Que la patente expira a los 20 años desde su concesión. Pasado ese tiempo, el producto pierde el amparo privilegiado y la competencia puede utilizarlo con impunidad. Este fue el caso de Nestlé con las cápsulas de café de su marca Nespresso, que tras caducar el título en 2011, fueron imitadas por varias compañías rivales y puestas en venta a un precio menor.

En algunos casos, la patente puede no ser la alternativa más adecuada. La dificultad para cumplir con las condiciones, su limitado tiempo de vida y el hecho de que quede registrada públicamente empujan a algunas empresas, especialmente las más celosas con sus productos, a tomar otro camino: el secreto industrial. Este es el caso de Coca-Cola con su bebida gaseosa, McDonald’s con la salsa de su Big Mac, o Kentucky Fried Chicken (KFC) que guarda en una caja fuerte la receta de las especias que dan sabor a su pollo.

Diseño industrial

Pero, ¿qué pasa cuando la innovación del alimento en cuestión no radica tanto en sus propiedades (sabor, textura, consistencia,…) sino en la apariencia estética? En este caso, las empresas pueden defender su producto a través del diseño industrial, como así lo hace Oreo con sus galletas, Pringles con las patatas o Telepizza con su pizza de nachos. Para ampararse bajo el paraguas de este modelo de propiedad industrial, que caduca a los 25 años, un diseño debe cumplir con dos condiciones: que sea novedoso y tenga un carácter singular.

En España, esta vía viene regulada en la Ley de Secretos Empresariales, en vigor desde el 13 de marzo. La norma estipula que para que un elemento pueda ser objeto de esta protección debe ser secreto, tener valor empresarial y el interesado debe adoptar todas las medidas razonables para que permanezca oculto. De no cumplirse estos requisitos, “el secreto no se ampararía como tal y, por tanto, no se podrían emprender las acciones legales previstas en caso de vulneración”, asevera Lucía Martín-Sanz, abogada en Herrero & Asociados. La ventaja de esta opción legal frente a la patente, como explica la letrada, es que no tiene fecha de expiración. Eso sí, la empresa debe poner “los medios necesarios para evitar que se filtre” y, si lo consigue, su invención le pertenecerá en exclusiva “toda la vida”.

El secreto es a priori la opción más barata, aunque su coste varía en función de los sistemas que instale la empresa para garantizar el anonimato del producto. KFC, por ejemplo, trabaja con dos compañías diferentes que mezclan las especias por separado, evitando que ninguna de ellas conozca la composición íntegra. Por el contrario, el precio de la patente varía dependiendo de los países sobre los que se quiera extender el amparo. Así, un certificado que abarque diez países “podría ascender hasta los 100.000 euros aproximadamente”, estima Ramos.

En caso de vulneración, la situación se complica. Mientras que la patente ofrece un blindaje mucho más seguro, en el secreto industrial la empresa solo puede tomar acciones legales “si realmente se han incumplido los contratos de confidencialidad”, señala la jurista. O dicho de otro modo, la protección no se aplica si la competencia descubre por sus propios medios los componentes del producto. Para Ramos, el proceso ideal para las compañías es, por tanto, un “combinado de todas estas opciones”: contar con una marca fuerte, mantener bajo secreto empresarial el nuevo producto y, de verse con la necesidad de divulgarlo (ante una previsible filtración, por ejemplo), ser el primero que lo patente.

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