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El fracaso del contrato de jóvenes sin formación: supone solo el 0,2% del total

La temporalidad, la burocracia y la falta de implicación de las empresas explica la falta de éxito de este tipo de contratos

Manuel V. Gómez
Una oficina de empleo en Madrid
Una oficina de empleo en MadridJaime Villanueva

El contrato para jóvenes sin formación en España no despega. En un país con un paro juvenil que duplica la media comunitaria, más de 30%, y con una tasa de abandono escolar del 18,3%, su uso es residual. De los más de 22 millones de contratos que se firmaron en España en 2018, solo 52.000 fueron contratos de formación y aprendizaje, el 0,2%. ¿Por qué se utiliza tan poco? La primera respuesta que aparece en boca de todos responsabiliza al sospechoso habitual: “La temporalidad se lo come todo”. Paro hay más. Los empresarios hablan de falta de flexibilidad. Los economistas también la piden, pero controlando la calidad de la formación. Los sindicatos hablan de la falta de implicación de los empresarios y de un uso perverso del contrato.

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No es lo mismo entrar en el mercado laboral con un contrato temporal que con uno de formación, el destinado a aquellos jóvenes que dejan pronto los estudios sin titulación. Con el primero, las posibilidades de lograr un trabajo fijo después de dos años se reducen al 1%; con el segundo, suben hasta el 33% si se prolongan por ese tiempo (muchos no llegan), según un estudio reciente de Fedea de Marcel Jansen, de la Universidad Autónoma de Madrid, y David Troncoso, de la Pablo de Olavide. En cambio, en 2018 se firmaron más de 20 millones de contratos temporales (siete si se toman solo a los menores de 30 años) frente a 52.803 de formación.

Este último dato supone un 0,2% del total de contratos que se firmaron el año pasado. Un porcentaje muy bajo, similar al de 2016 y 2017, que muestra su escasísimo uso. Y este año va aún por peor camino. En enero solo se firmaron 3.003 de estos contratos frente a los 6.028 del año anterior. Tras buena parte de la caída está el último cambio de regulación. En 2012 se elevó de 25 a 29 años la edad máxima para firmar estos contratos, condicionado a que la tasa de paro estuviera por encima del 15%. En 2018, al bajar esta al 14,5%, se volvió al límite de los 25.

Miguel Ángel Malo, de la Universidad de Salamanca, achaca este fracaso a la temporalidad. “Todo se lo come”, resume rápido este profesor de Economía que coordinó en 2017 un libro sobre los problemas de los jóvenes europeos en el mercado laboral. Coinciden con él fuentes del Ministerio de Trabajo, y añaden “el uso de figuras no laborales” para cubrir esos puestos, como las becas.

Con una duración que puede ir de un año a tres, el contrato de formación y aprendizaje no es el único que, teóricamente, sirve de puerta de entrada al mercado laboral. También está el de prácticas, pero este es para quienes tienen título universitario o de FP. El primero, en cambio, es la vía de quienes dejaron los estudios pronto: en 2017 un 18,3% de jóvenes entre 18 y 24 años abandonaron sin un título de enseñanza secundaria postobligatoria.

Temporalidad y burocracia

A la temporalidad, Jansen suma “la burocracia”: “Tiene una regulación muy garantista. Se necesita una regulación más flexible”. “Tiene que haber control”, señala, aunque este no debe entorpecer su desarrollo. Lo mismo apunta una directiva de una fundación regional que trabaja con estos jóvenes y que prefiere no dar su nombre. “No es fácil lidiar con estos contratos”, señala. Conoce a la perfección la burocracia necesaria para que la Administración acepte el plan de formación que va aparejado con el contrato y que debe impartir un centro homologado. Esta formación permite que el trabajador logre un certificado de profesionalidad. Si la consejería autonómica acepta el plan, da pie a bonificaciones, la financiación de los costes de formación y hasta 720 euros al año por aprendiz para que la empresa asuma la tutoría.

“Que no funciona está claro”, apuntan en Trabajo, donde señalan que prevén reformar este contrato pero aún no tienen pensados los detalles. Solo añaden que hay que “aligerar la gestión de los elementos de la formación”.

En 2015, las exigencias administrativas eran menores, si bien no conllevaba la obtención de un certificado. Pero eso generó descontrol. Así que el Gobierno, entonces del PP, elevó el listón. El uso cayó. “En cuanto exiges calidad...”, arranca Francisco Rueda, viceconsejero de Empleo en Castilla-La Mancha. “A muchas pequeñas empresas les cuesta asumir el papel de empresa formadora”, matiza recordando que España es un país de pymes.

Más duro es el análisis de Lola Santillana, responsable de Empleo de CC OO: “No funciona porque las empresas no se implican”, explica. Esta sindicalista pide “evitar que, como ahora, los titulados puedan ser contratados con esta modalidad si el certificado de profesionalidad no se ajusta a su formación previa y que se pueda encadenar varios contratos cambiando el tipo de contrato”. Eduardo Magali, responsable de Juventud de UGT, apunta a “un problema cultural. No existe la idea de invertir en formación. Hay sectores que lo usan, como la hostelería, pero es para ahorrar costes”, lamenta.

La visión de los sindicalistas choca con la de Juan Carlos Tejeda, director de Formación de CEOE. “La regulación tiene que acercarse a la realidad de las empresas”, comienza este directivo: “La nocturnidad no está permitida y hay oficios en que es importante”. También reclama que se eliminen los requisitos de edad. No obstante, Tejeda sí añade algo de autocrítica: “No cuesta asumir la tradición de otros países. Las empresas deberían implicarse más”.

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Sobre la firma

Manuel V. Gómez
Es corresponsal en Bruselas. Ha desarrollado casi toda su carrera en la sección de Economía de EL PAÍS, donde se ha encargado entre 2008 y 2021 de seguir el mercado laboral español, el sistema de pensiones y el diálogo social. Licenciado en Historia por la Universitat de València, en 2006 cursó el master de periodismo UAM/EL PAÍS.

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