La crispación, de nuevo
La desmesura en la crítica y la descalificación sistemática desestabilizan a la economía y la fragilizan
El discurso de Rafael Hernando, portavoz del PP en el Congreso, cuando ya era seguro que Rajoy había perdido la moción de censura, preanunciaba el tipo de oposición que ese partido va a hacer al nuevo Gobierno de Pedro Sánchez desde el primer minuto. Ello se ha corroborado por declaraciones y tuits posteriores de otros representantes de la derecha. Es lo que los politólogos denominan estrategia de la crispación. No será la primera vez que el PP la practica; lo ha hecho cada vez que ha pasado a la oposición o ha permanecido en ella a pesar de que los sondeos le eran favorables para recuperar el poder. El periodo entre los años 1993 y 1996 (cuando Felipe González volvió a ganar, contra pronóstico) es el ejemplo por antonomasia. La estrategia de la crispación genera incertidumbre política y económica.
“Un desacuerdo permanente y sistemático sobre iniciativas propuestas, gestos o actuaciones del otro, presentadas desde la otra parte (…) como un signo de cambio espurio de las reglas del juego, incompetencia, electoralismo, ausencia de proyecto, corrupción, revanchismo, oportunismo, etcétera, y en última instancia como una amenaza a la convivencia, al imperio de la ley, a los valores establecidos o al consenso democrático”. Así define la estrategia de la crispación el Informe sobre la Democracia en España (2007, Fundación Alternativas), que se refiere tanto a la aspereza de las formas utilizadas como a la concentración de la agenda política en torno a temas sobre los que habitualmente existe algún tipo de consenso, tácito o explícito, para dejar al margen del debate político y de la competición electoral (por ejemplo, política antiterrorista, exterior, cuestión territorial, etcétera).
Por la experiencia acumulada se sabe que este tipo de política extrema afecta sobre todo a tres ámbitos centrales para la convivencia: las relaciones entre el Gobierno y la oposición, la vida interna de algunas instituciones centrales para la democracia (por ejemplo, las de la justicia) y, sobre todo, para la coexistencia entre los ciudadanos porque provoca una enorme polarización. Muchas veces, la estrategia de la crispación ha adquirido rasgos que tienden a repetirse de modo sistemático: la deslocalización de las críticas trasladándolas de la arena parlamentaria a los medios de comunicación, de modo que el discurso en el Congreso de los Diputados o en el Senado busca menos el intercambio de propuestas y opiniones que su eco mediático (multiplicado ahora por el impacto de las redes sociales). Así, con la desmesura en la crítica desaparece ésta para dejar paso a la descalificación sistemática y al insulto (mentirosos, sectarios,…) y se atenúan hasta la oscuridad las reglas que exige la buena cortesía parlamentaria y la competencia entre adversarios.
A ello se le une la magnificación de los errores de los demás, así como de las mínimas discrepancias, y la distorsión de los hechos, negando haber realizado lo que figura en todas las hemerotecas (o en las sentencias judiciales, distorsionándolas) y desautorizando las iniciativas no en función de los resultados sino de las “perversas” intenciones que se atribuyen.
Ya tenemos suficientes antecedentes de la estrategia de la crispación en las últimas décadas: irrespirable atmósfera política, elevación de la temperatura política, colocación del adversario político en situaciones límites. Y debilitamiento de la economía.
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