Mercado de datos y miedo digital
El Reglamento General de Protección de Datos es un paso, pero hay que seguir su implementación con prudencia
Hay división de opiniones: unos dicen que el mercado de datos es el futuro y otros opinan que ya está aquí como una realidad plena. Se tratará de un presente significativo y convulso, porque el nuevo modelo económico que implica el Big Data es también un cambio de sociedad. El hombre económico nuevo se define hoy como un individuo asertivo que se exhibe en las redes sociales y difunde (vamos a suponer que de forma inconsciente) datos —objetivos y subjetivos— sobre sí mismo. Esos datos, más los que proceden de otras transacciones, tienen un valor incalculable, porque constituyen el nuevo paradigma social. Y los paradigmas están para manifestarse en forma de negocios. ¿Dónde está ese valor, económico y paradigmático, pasto para filósofos y moralistas? Pues en que el llamado Big Data, el tratamiento de la información ordenada, acumulada y desentrañada, permite hacer pronósticos sobre el comportamiento de las personas. Dicho de otro modo, el futuro se convierte en predecible o, por decirlo de otra forma, puede ser condicionado desde el presente.
El caso de la filtración de datos desde Facebook a Cambridge Analytica y sus consecuencias sobre las elecciones presidenciales de Estados Unidos da una medida aproximada del poder del Big Data, el mercado de datos y explicar al mismo tiempo la inquietud que suscitan. Es un mercado tan potencialmente explosivo, en rumbo posible de colisión contra la democracia. El big data y la minería de datos permiten dirigirse a los electores con mensajes personalizados para influirlos. Votar y comprar, elegir y consumir, cada vez se parecen más por la mediación del microtargeting. Este es el motivo por el cual el mercado de datos necesita de una regulación precisa, flexible y segura. No basta con proclamar generalidades, ni con recurrir a la rigidez regulatoria (en parte porque el control excesivo puede asfixiar los negocios, en parte porque incita a la vulneración de las normas) ni con imponer sanciones, porque rara vez son disuasorias.
El nuevo Reglamento General de Protección de Datos que acaba de entrar en vigor establece un modelo de gestión de los datos de los ciudadanos que tienen las empresas. Impone que las compañías tienen que avisar al titular de la información antes de traficar con los datos. En este modelo, la carga del control de la información se traslada a las empresas; para vender hay que informar al titular.
¿Que este modelo implica un coste, todavía sin precisar, para las compañías? Por supuesto. Y así debe ser. En teoría, salvo los detalles que en todo caso sean objeto de litigios parciales, el dueño de la información es el ciudadano. Nada se puede hacer sobre la información que le atañe sin contar con él. Lo contrario, es decir, contar por defecto con la aquiescencia individual si no se pronuncia en contra (¿cómo va a saber el ciudadano cuando se va a mercar un dato suyo, con qué propósito se hace o en que paquete de datos figura?) constituye un auténtico despropósito. El coste que se derive de la aplicación del nuevo reglamento es una factura mínima imputable al mercado de datos. Recuérdese que moverá en 2020 casi 740.000 millones de euros y que aparece como uno de los nichos de beneficio más prometedores de los próximos diez años.
¿Es suficiente el Reglamento para concitar todos los temores que suscita la mercadotecnia digital? Probablemente no. La letra pequeña contractual suministrará sin duda intersticios por lo que pueda escaparse la praxis empresarial en este mercado. Lo prudente es observar su funcionamiento y sugerir correcciones pragmáticas en cuanto se aprecien resquicios legales por los que pueda vulnerarse la privacidad y la capacidad de decisión individual.
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