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OPINIÓN
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Barcelona sin rumbo

Tres años después, el balance de la gestión de Colau y Carmena no puede ser más desigual

José Carlos Díez
Las alcaldesas de Barcelona y Madrid, Ada Colau (izq) y Manuela Carmena, la semana pasada en Madrid.
Las alcaldesas de Barcelona y Madrid, Ada Colau (izq) y Manuela Carmena, la semana pasada en Madrid.CLAUDIO ÁLVAREZ

En mayo de 2015 Podemos y sus confluencias consiguieron tener dos alcaldesas en Madrid y Barcelona, dos de las principales ciudades europeas con elevados presupuestos y una gestión compleja. El resultado tres años después no puede ser más desigual, lo cual confirman que por encima de las instituciones y de los partidos están las personas.

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Carmena en minoría y con un equipo de concejales con poca experiencia ha primado la gestión sobre la política de partido. Su mayor ejemplo de pragmatismo es aprobar la operación Chamartín, algo que el PP había sido incapaz tras veinte años gobernando en la ciudad y la Comunidad de Madrid.

Esta semana Colau ha conseguido que todos los partidos voten en contra de ella en el pleno sobre la remunicipalización del agua. Tiene mérito poner de acuerdo a la CUP con el PP y a Ciudadanos con ERC y el PDeCat. La alcaldesa, como buena anticapitalista, culpó a las multinacionales de su fracaso, pero parece poco creíble que la CUP esté vendida a las multinacionales.

Colau se encontró una ciudad con problemas, en condiciones normales alguien con su perfil no habría ganado las elecciones en Barcelona. En su campaña prometió acabar con los desahucios y hacer más accesible la vivienda, especialmente para los jóvenes y los barceloneses con menor renta. La realidad es que los desahucios continúan, especialmente por impagos del alquiler, y los precios de la vivienda han tenido una de las mayores subidas de la historia durante su mandato, expulsando a miles de sus votantes del centro.

Sin plan para la ciudad y con promesas incumplidas, Colau ha mostrado su dogmatismo con el agua. Un modelo centenario de colaboración público privada de éxito sin el cual no sería posible el desarrollo económico de Barcelona y su área metropolitana. Romper el contrato, como reconoció el propio ayuntamiento, costaría al menos 800 millones de euros a los barceloneses. Barcelona al igual que el resto de ciudades españolas en el Mediterráneo, están en la zona de mayor estrés hídrico de Europa por el cambio climático. Las inversiones para hacer frente a ese reto, según la ONU y Bruselas, serán muy cuantiosas.

Un alcalde que mire por el bien común, en vez de generar un problema donde no lo hay, estaría pensando en los barceloneses que están por nacer y en desarrollar un ecosistema de innovación que resuelva el reto y sitúe a Barcelona como líder mundial en reciclaje y reutilización de agua.

Una ciudad que ha vivido una de los casos de transformación más exitosos del mundo, con el mérito de no tener la capitalidad del Estado, ha entrado en una dinámica de destrucción de todo lo avanzado los últimos cuarenta años de democracia. La Declaración de Independencia transmite una imagen de conflicto muy dañina para una ciudad innovadora del siglo XXI. Pero mucho más dañina para la ciudad son las decisiones de su alcaldesa.

Muchos barceloneses no son conscientes, pero esta semana se han librado de un error histórico que habría condicionado su empleo y sus salarios durante décadas.

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