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El vinagre de Jerez con más solera

Páez Morilla fue la primera bodega jerezana en apostar por el aderezo y hoy factura cinco millones

Jesús A. Cañas
Barricas con vinagre en la bodega Páez Morilla antes de ser envasado.
Barricas con vinagre en la bodega Páez Morilla antes de ser envasado. Juan Carlos Toro

Era la vergüenza de los bodegueros, un fracaso que ocultar. Hace algo más de medio siglo, una bota avinagrada no tenía más destino en Jerez de la Frontera que el silencio del almacén. Hoy ese mismo alimento está controlado por una denominación de origen propia y ha vuelto a encadenar otro año de récord: 5,3 millones de litros producidos y casi un 9% más de ventas que el año anterior.

Uno de sus protagonistas es Antonio Páez Lobato, fallecido en 2016, que ha pasado a la historia local como el rey del vinagre. Corría el año 1945 y el empresario tuvo una intuición. Decidió comprar botas avinagradas a las bodegas jerezanas para vender como un producto con honores lo que ellas despreciaban. Cuando falleció dejó una bodega, Páez Morilla, con una facturación anual que alcanza los cinco millones de euros enmarcada en una denominación de origen (DO) que desde 2000 suma constantes incrementos. “Es un crecimiento sostenido que continúa. Eso demuestra que no es una moda pasajera”, reconoce César Saldaña, gerente del Consejo Regulador.

Las 23 empresas que producen vinagre dentro de la DO cerraron el año con una producción que supera en 700.000 litros la de 2015. Con un precio de venta de tres euros, el valor en origen supera los 16 millones. “Esto se debe a que, aunque el vinagre a granel también ha aumentado, el que más crece es el embotellado”, apunta Saldaña.

El aderezo jerezano también ha sido capaz de abrirse hueco en mercados internacionales. Hoy, un 44% del vinagre se queda en España y el resto se destina a la exportación. El 38% va a Francia, país de destino tradicional, y en la tercera posición se ha colado Estados Unidos, que, tras un crecimiento del 42%, ya compra el 9,3%.

Difícilmente los bodegueros de Jerez de los años cuarenta podrían imaginar el éxito de un producto que etimológicamente viene del latín vinum acre (vino agrio). “El avinagramiento era un riesgo para la bodega, por lo que la bota contaminada se retiraba y se repartía para empleados o para la familia. Era algo de lo que las bodegas ni querían oír hablar. Tanto fue así que se creó un halo de misterio a su alrededor”, dice Saldaña.

Páez Lobato tenía una pequeña solera de vinagres de 1910, desarrollada por su padre, y, en 1936, compró otra de gran calidad y antigüedad a Osborne. “Mi abuelo era un comercial excepcional. De niña, lo recuerdo siempre vendiendo”, rememora Sara Corchado Páez, hoy responsable de producción de la empresa y miembro de la tercera generación. Su empeño no fue en vano. Mejoró las ventas y consiguió diversificar su bodega en la producción de vinagres, salsas, vinos blancos y tintos (en los años ochenta, Páez se apuntó el tanto de comercializar el primer tinto de la provincia). Por el camino, consiguió que el resto de productores eliminasen el tabú por el vino avinagrado y que incluso la calidad del de Jerez fuese reconocida en 1994 con una denominación de origen propia.

Lo que antes era un accidente que echaba a perder la producción de uva palomino, característica del Marco de Jerez, es hoy un proceso provocado y con grandes similitudes a la crianza del vino jerezano. En la bodega mantienen un sistema circular que puede durar hasta más de 10 años. “Comienza aquí, en nuestra cocina”, reconoce Corchado junto a los depósitos de 50.000 litros donde se estimula el crecimiento de las bacterias que transforman el alcohol etílico en ácido acético, la sustancia característica del vinagre. Para ello sus armas están en el oxígeno y el calor (de 28 a 30 grados centígrados).

Cuando el avinagramiento ha comenzado, el caldo pasa a las barricas, donde la bacteria completa la transformación del alcohol. Allí sigue el mismo sistema de criaderas y soleras que el vino de Jerez. El vinagre más joven pasa a las botas más altas de la hilera y el que va a embotellado, el más viejo, sale —siempre parcialmente— de las botas más bajas, las soleras. Este trasiego es uno de los requisitos imprescindibles de la denominación de origen. Va de los seis meses mínimos establecidos para el vinagre de Jerez a los dos años para el reserva y los diez para el gran reserva. “El buen vinagre necesita buena materia prima, buena solera y tiempo en bota”, resume Jesús Martín, responsable de comunicación y ventas de Páez Morilla.

El aprecio de los chefs

El líquido resultante “es intenso en aroma y sabor, con una personalidad muy acusada”, como resume Saldaña. “Como todos los vinagres, tiene ácido acético, pero su diferencia viene por todas las características añadidas del propio vino de Jerez”, añade Corchado. Estas propiedades son cada vez más apreciadas fuera de Cádiz, como señala el gerente del Consejo Regulador: “Como ocurre con el vino, cada vez es más importante para los grandes chefs”.

En Páez Morilla lo saben y aprovechan el momento. Producen al año más de medio millón de litros de vinagre, el 60% destinado a su marca más popular, Gran Gusto, y a otras blancas de grandes superficies como Carrefour, Supersol, Makro, El Corte Inglés o Alcampo. Además, hacen sacas limitadas para embotellar productos gourmet, como sus reservas 12 y 25, su gran reserva Adelantado y sus especialidades al moscatel y al Pedro Ximénez (estás dos últimas, también reconocidas en la DO). Desde 2009, la bodega aprovecha el condimento para la elaboración de las salsas Doña Pepa.

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Sobre la firma

Jesús A. Cañas
Es corresponsal de EL PAÍS en Cádiz desde 2016. Antes trabajó para periódicos del grupo Vocento. Se licenció en Periodismo por la Universidad de Sevilla y es Máster de Arquitectura y Patrimonio Histórico por la US y el IAPH. En 2019, recibió el premio Cádiz de Periodismo por uno de sus trabajos sobre el narcotráfico en el Estrecho de Gibraltar.

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