La empresa privada asalta el cosmos
Una constelación de emprendedores multimillonarios, firmas emergentes y algunas iniciativas públicas impulsan un disruptivo sector cuyo volumen de negocio se multiplicará por diez en los próximos 30 años
En la línea de Kármán, 7.500 millones de seres humanos dejan de tener patria. Todo es silencio, oscuridad y un vacío sideral. En su imaginaria linde, a 100 kilómetros sobre la Tierra, los científicos trazan la separación entre nuestro planeta y el Espacio Exterior. Solo 560 personas han cruzado esa frontera. Un lugar donde el hombre se ha sentido solo pero también maravillado. A él quiere regresar tras 45 años de ausencia. Marte, la Luna, cientos de asteroides y otros cuerpos celestes vuelven a tener cabida en el imaginario de un ser humano que reivindica su destino como colono del espacio profundo.
Pero el viaje hacia los recodos del Universo será muy distinto al que se emprendió en el siglo XX. Las empresas privadas toman el escenario central, China entra en la función para diluir el papel protagonista que una vez tuvieron Rusia y Estados Unidos, el sector se despega de su histórica dependencia de los presupuestos gubernamentales, irrumpen las startups y astroemprendedores multimillonarios como Jeff Bezos, Richard Branson o Elon Musk persiguen alcanzar las estrellas embarcados en sus propias empresas. El “nuevo espacio” reemplaza al “viejo espacio” y los números brillan como supernovas en el teatro del Cosmos.
Un minucioso trabajo de Bank of America Merril Lynch traza la carta de navegación de esos mares de estrellas. Su relato comienza con una vista aérea. El mercado espacial crecerá con fuerza. Pasará de 339.000 millones de dólares en 2016 a 2,7 billones durante 2045 (de 287.000 millones a 2,3 billones de euros). Estas cifras anuncian un cambio de paradigma. La carrera por el espacio en la era del Cosmos 2.0 será muy diferente a la de los tiempos de la Guerra Fría. Se difuminan los centros del poder (más de 80 países tienen satélites en órbita) y también la dependencia de los fondos públicos. El 75% de toda la actividad proviene del sector privado, que emite una radiación poderosa. Desde 2000, las startups relacionadas con el espacio han captado 16.000 millones de dólares. Solo el año pasado absorbieron 2.800 millones. Nunca se habían visto esas cifras y cala la sensación de vivir un tiempo histórico. “Hay más actividad ahora mismo en el espacio que en toda mi carrera”, admitía Robert M. Lightfoot, administrador interino de la Nasa. Poco sorprende que Donald Trump pretenda volver a la Luna o poner rumbo a Marte.
Todavía falta mucho antes de que el ser humano habite el planeta rojo. Primero debe solucionar encrucijadas técnicas y biológicas. La falta prolongada de gravedad podría provocar, por ejemplo, problemas cardiovasculares y pérdida ósea y muscular. Además existen dudas de que resulte factible revertir esa situación en un viaje que dura dos años. “Así que es posible que las personas que vivan durante bastante tiempo en el planeta o que nazcan en él nunca regresen a la Tierra. ¿Consecuencia? Se crearían dos poblaciones distintas”, aventura Barbara Ghinelli, directora del Harwell Campus, el hub de la industria espacial del Reino Unido. Incluso los problemas plantean paradojas fascinantes en el Cosmos.
Mientras, en la Tierra, el hombre acuña términos como “economía espacial” para agrupar las fuerzas comerciales entretejidas por este nuevo universo. United Launch Alliance (una joint venture entre Boeing y Lockheed Martin) defiende su Estrategia CisLunar-1000. Una mirada al futuro. En los próximos 30 años habrá 1.000 personas trabajando y viviendo en el espacio. “Llega un tiempo fabuloso para la innovación y el crecimiento en el cosmos y la clave para tener éxito a largo plazo es desarrollar una economía espacial autosuficiente”, desgrana un portavoz de la alianza.
Minería en las estrellas
En el Universo, no solo el espacio y el tiempo parecen infinitos. Existe otra variable que reta a la física: el dinero. El Cosmos maneja cifras colosales en industrias como la de la minería. La riqueza que atesora el cinturón de asteroides que vaga entre Marte y Júpiter está valorada en 700 cuatrillones de dólares. Si el mundo fuera un lugar justo a cada habitante de la Tierra le correspondería 100.000 millones de dólares. Ese es el valor del níquel, cobalto, platino, hierro y magnesio que esconden estos cuerpos celestes. Recuerdos primigenios de la formación del Sistema Solar y también de la inagotable capacidad del ser humano para transformarlo todo en monedas en un banco. “El primer billonario de la historia será aquel que explote los recursos naturales de los asteroides”, refrenda el astrofísico estadounidense Neil deGrasse Tyson. Hay decenas de miles girando alrededor del Sol y la aritmética propone posibilidades inmensas. Un asteroide con un diámetro de un kilómetro defiende una masa de 2.000 millones de toneladas. De este tamaño puede haber un millón en el Sistema Solar. Y un cuerpo con esas proporciones contiene —según John S. Lewis, autor de Mining the Sky (Minería en el cielo)— 30 millones de toneladas de níquel, 1,5 millones de cobalto y 7.500 toneladas de platino. Solo este último valdría más de 150.000 millones. Números de un negocio deslumbrante.
El asteroide 16 Psyche consume sus días a 450 millones de kilómetros del Sol. Es una veta galáctica. Cobija metales tasados en 10 cuatrillones de dólares y la Nasa quiere explotarlo. Pero ese sueño aún parece lejano. Traer a la Tierra 57 gramos (el peso de una pelota de tenis) de un asteroide cuesta hoy 1.000 millones. Sin embargo no todo está perdido. La esperanza pervive en la ancestral combinación de dos moléculas de hidrógeno y una de oxígeno.
Pues por encima de los metales, en esas rocas celestes lo que brilla es el agua. Este elemento puede utilizarse para dar soporte vital a las tripulaciones pero también, gracias al hidrógeno, como carburante de las naves espaciales. Los asteroides se convertirían en gasolineras cósmicas. “Las misiones repostarían en el espacio y no tendrían que transportar combustible fuera de la gravedad terrestre [algo muy caro]”, concede un portavoz de Planetary Resources, una empresa estadounidense especializada en esta minería. En enero lanzará su segunda misión (Arkyd-6) en busca de asteroides con agua. Pero no viajará sola. El proyecto está respaldado por algunas de las nuevas voces del Cosmos: Larry Page, James Cameron, Richard Branson, Eric Schmidt. Todas hablan contra el tiempo y la competencia. En 2020 debería despegar su primer vuelo hacia un asteroide concreto y allí, en la noche oscura del espacio, coincidirá con Deep Space Industries, Moon Express o Kleos Space. Algunos de los pioneros de esta revolución. “La minería espacial de elementos raros y metales podría cambiar la economía de la Tierra pero todo dependerá de tener las infraestructuras adecuadas ahí fuera para que resulte más rentable que en nuestro planeta”, reflexiona Barbara Ghinelli, directora del Harwell Campus, el hub de la industria espacial del Reino Unido. Sin embargo esa es una nave que aún no ha partido.
De forma inesperada, los números brillan en este planeta perdido en la orilla del océano cósmico. Solo el mercado que se generará alrededor de la Tierra y la Luna (extracción de minerales, exportación de materias primas, habitabilidad) manejará 2,3 billones de euros en tres décadas. Hay tanto potencial como peligros. “El espacio es el próximo Salvaje Oeste pero también el lugar donde las compañías hallarán un nuevo boom económico”, vaticina un responsable de Made in Space, una empresa californiana que fabrica productos en el cosmos. Quizá la palabra esencial sea “adaptación”. Las misiones tripuladas durarán semanas o meses y deben encontrar sus propias respuestas, por ejemplo, a una pieza rota o perdida. Condiciones perfectas para la impresión 3D. “La fabricación aditiva permite construir geometrías que no existían antes”, narra David Pozo, director técnico de Factory Automation de Siemens. “Es el camino hacia piezas más baratas y ligeras, algo muy útil en el espacio”. Y también en sus colonias. El divulgador científico Jerry Stone cree que en 20 años centenares de personas podrían vivir en estructuras flotantes orbitando sobre la Tierra. Una solución, para algunos, más factible que colonizar otros mundos. “La desventaja de la superficie planetaria (ya sea de la Tierra, Marte o la Luna) es que el Sol no está disponible la mitad del tiempo mientras que en el espacio está ahí todo el rato. La luz solar puede convertirse en electricidad o proporcionar calor para el procesamiento de materiales”, comenta Stone.
Apellidos e inversiones
El paisaje cambia con la misma perseverancia que la Tierra rota sobre su eje. En gran parte por el impulso de astroemprendedores multimillonarios empeñados en transformar el espacio en su particular patio de recreo. Resulta sencillo casar apellidos e inversiones. Elon Musk (SpaceX), Jeff Bezos (Blue Origin), Bill Gates (Kymetal), Larry Pages (Planetary Resources), Paul Allen (Stratolaunch), Richard Branson (Virgin Galactic). Todos han comprometido su patrimonio y su ego en una visión nueva. Nada menos que 16 de las 500 personas más ricas del planeta invierten en el espacio. Existe algo muy profundo que conecta con las estrellas; algo más allá del verbo “tener”. Porque quieren llegar allí con sus propios recursos. Jeff Bezos —la segunda fortuna del mundo— se ha comprometido a financiar Blue Origen vendiendo al año el equivalente a 1.000 millones de dólares en acciones de su gigante Amazon, Richard Branson ha destinado 600 millones para que Virgin Galactic opere en 2018 vuelos comerciales hacia el espacio suborbital y Elon Musk ha invertido 100 millones de las ganancias de PayPal en SpaceX y sus cohetes reutilizables. Desde luego ninguno de sus directores financieros respaldaría semejantes aventuras siderales. Pues el riesgo es un agujero negro. “Hay quienes creen que SpaceX es una máquina de quemar dinero mientras otros defienden que con contratos de la Nasa por valor de 4.200 millones de dólares la empresa resulta muy rentable”, valora Javier Urones, analista de la casa de Bolsa XTB. Sin embargo, la memoria recuerda más el fuego.
Hace una década los vuelos suborbitales refulgían en la industria espacial. Virgin Galactic quería liderar estos nuevos peregrinos a través de su vehículo SpaceShip Two y muy pronto le siguieron Armadillo Aerospace, Masten Space Systems, Rocketplane, XCOR Aerospace y Blue Origen. Pero diez años más tarde ninguna de estas empresas ha transportado a ningún hombre al Cosmos. Una decepción que admiten las propias compañías. “Llevar y traer de una sola vez y de forma segura y asequible a gente al espacio resulta extremadamente difícil y exige su tiempo. Sin embargo hemos hecho avances asombrosos, muchos más que nadie en este campo”, justifica un representante de Virgin Galactic. El espacio se vuelve más pequeño pero también el tiempo. Urge llegar a los cielos. Bigelow Aerospace planea lanzar su propia estación espacial privada en 2020 y SpaceX quiere enviar a dos personas alrededor de la Luna el próximo año y dirigir durante 2024 una misión tripulada a Marte. Estos sueños chocan contra esa cuenta pendiente que es el dinero. “Queremos abrir el espacio a la humanidad pero para hacerlo debe ser asequible”, reconocía Elon Musk.
El Cosmos siempre ha sido un entorno hostil para la cuenta de resultados. Alterna barreras altas de entrada y riesgos inmensos. “Por eso es muy importante reducir el coste de acceder al espacio. Pues las oportunidades de lanzamiento son pocas y caras”, reflexiona Colin Wilson, científico planetario del departamento de Físicas de la Universidad de Oxford. Desde los años noventa la mayoría de las empresas que han ganado dinero en ese frío sideral han recurrido a la misma estrategia: usarlo para dar servicio a sus clientes. Televisión por satélite, sistemas de navegación, geoposicionamiento. Todo orbita alrededor de la viabilidad. “Ha bajado el precio de llevar el hardware al espacio debido al aumento de la competencia y a que la innovación está disminuyendo el coste de los lanzamientos”, explica Giles Alston, experto de la consultora Oxford Analytica.
Construir ese puente entre el espacio y la Tierra es una de las bisectrices que une la geometría de este sector. Enviar carga al cosmos promete unos ingresos de 4.600 millones de euros. Una industria muy competitiva que lideran en su rama comercial Arianspace (Ariane 5) y SpaceX (Falcon 9). “Una industria, eso sí, todavía cara”, puntualiza John Holst, analista de Space Foundation. Sacar un objeto fuera de la gravedad terrestre a una velocidad mínima de 11,2 kilómetros por segundo cuesta millones. Además si mirásemos en la bodega de estas lanzaderas hallaríamos sobre todo satélites. Es la base de la industria espacial. Un mercado
El 75% de toda la actividad en esta industria procede del ámbito privado
—acorde con Bank of America Merril Lynch— de 220.000 millones de euros. El 77% de todo el sector. Un segmento de negocio capaz de duplicar su valor en una década y que lucha contra sus señas de identidad. Son artefactos de ingeniería muy caros. Construir un satélite y situarlo sobre ese techo sólido que parece el cielo cuesta 1.000 millones de dólares. La forma de rebajar el precio sería crear satélites en serie como si fuera un Ford T en una cadena de montaje. Por eso la reducción de costes es el Santo Grial de la industria. “También hay que pensar de qué manera se enviarán al espacio, lo cual lleva a imaginar lanzamientos con 20 o 30 satélites para poner en órbita en cada tiro”, describe José Guillamón, director de Space Systems de Airbus. “Esto cambia la manera de pensar en el negocio y de reaccionar frente al futuro”.
Un pequeño gran hito
La vía más factible para conseguir lanzamientos múltiples y precios bajos son los satélites de pequeño tamaño. Sobre todo los CubeSats. Cuestan menos de cinco millones de dólares, pesan de uno a diez kilos y giran en órbitas bajas; entre 160 y 2.400 kilómetros de altura. “Su aparición es uno de los grandes cambios que ha vivido la industria en las últimas décadas. Pueden adaptarse a muchos tipos de cohetes de casi todos los países. Lo que significa que una empresa no tiene que esperar años para lanzarlo”, aclara John Holst. El tamaño marca el paso de la industria. En el próximo lustro se pondrán en órbita 2.400 aparatos de reducidas dimensiones. Un número que exige su contexto. En diciembre de 2016 había 1.459 satélites artificiales orbitando sobre el planeta. La mayoría pertenecen a Estados Unidos (593), China (192) y Rusia (135). Esa proporción explica la nueva geopolítica del mundo y del Cosmos.
El espacio ya no pertenece a las grandes superpotencias de la Guerra Fría. Poco a poco, Rusia y Estados Unidos dejan paso a un mundo multipolar. Ciudadanos de 40 países han viajado ahí fuera y en la noche perpetua del Universo ondean nuevas banderas. Diez países han situado satélites en órbita con éxito empleando sus propias lanzaderas. “El deseo de ir más allá de lo que se conoce es una característica del ser humano que no está limitada a una determinada región o nacionalidad”, comenta Steven Siceloff, portavoz de Boeing en Houston. El desafío es planetario.
Tanto que el presupuesto público en esta aventura ya alcanza los 62.000 millones de dólares. Pronto, en 2026, serán 79.000 millones. Unas 70 naciones destinan recursos al cosmos. Aunque nadie ha propuesto tanta ambición como China. Se ha convertido en el segundo país (desbancando a Rusia) que más invierte en su programa espacial. Se juega 4.000 millones. El gigante quiere contar en la Tierra y en el espacio y anuncia que en 2020 orbitará sobre Marte y durante 2036 hollará la Luna. Cada vez más actores quieren mirar a las estrellas. India y Japón destinan estos días 1.000 millones a sus programas espaciales. Una onda expansiva que llega al Viejo Continente. “Europa ha sido líder en la rama comercial [lanzamientos] del espacio pero ahora se ve amenazada por Blue Origen y SpaceX. Les ha cogido a contrapié y esto puede provocar que se pierda el liderazgo”, advierte José Mariano López-Urdiales, fundador de Zero 2 Infinity, una compañía catalana de transporte espacial que usa globos estratosféricos.
Esa diáspora geoestratégica conduce hacia un universo en el que pierde peso la presencia militar. El 75% de todo el dinero que consume la industria espacial procede del sector privado. “Pese a que ese porcentaje aún pueda contener algo de gasto en seguridad y defensa, el número sugiere que las aplicaciones comerciales serán el motor de la inversión en el espacio”, prevé Daniel Hicks, consejero delegado de Spaceport America, el primer puerto espacial construido en el mundo. La persistencia de los satélites confirma esta inercia. “El 59% de todos los aparatos lanzados o desplegados hasta julio de este año formaban parte de misiones comerciales, el 23% eran civiles y solo un 5% defiende fines militares”, resume John Holst. En esta industria, España se mueve en un terreno extraño. “Tenemos la capacidad de construir un satélite completo y ponerlo en órbita”, sostiene Juan Carlos Batanero, director de Espacio y Seguridad de Indra. Pero el país solo posee un aparato, que además gira contra el tiempo. El Spainsat termina su vida útil en 2021. Por eso Paz —construido en Madrid por Airbus— despegará a finales de enero desde California. El artefacto escaneará la Tierra a más de 514 kilómetros de altura y completará misiones civiles y militares. Detectará pateras en el Mediterráneo, narcotraficantes en el Estrecho o incendios en Galicia.
Mirar, conocer, poseer está en la esencia del hombre y el espacio no se escapa a la atracción de los infinitivos. ¿A quién pertenece la Luna o Marte? ¿Quién es dueño de los 9.000 asteroides próximos a la Tierra? El Tratado del Espacio Exterior, de 1967, aclara que “la exploración y el uso del espacio debe llevarse a cabo en beneficio e interés de todos los países y debe ser la provincia de toda la Humanidad”. Pero ese texto de hace 50 años nunca imaginó, por ejemplo, que la minería espacial dejaría de ser ciencia ficción. Hace dos años, Obama aprobó una regulación que reconoce el derecho de los estadounidenses sobre los recursos (agua, minerales, metales) extraídos de los asteroides. Luxemburgo ha replicado esa estrategia. Es el comienzo de una nueva era espacial. Y pocos asumen que sin las leyes adecuadas el espacio está más vacío y oscuro. “Los avances científicos, las crecientes oportunidades de explotación comercial del cosmos, la saturación que ya sufren las órbitas más utilizadas y la necesidad de enfrentar el problema de la basura espacial hace que sea importante revisar la arquitectura legal que gobierna el Universo”, observa Miguel Ángel Castelló, socio responsable de Industria de KPMG.
Sin embargo el “nuevo espacio” es apenas un niño cósmico y sus pilares débiles. El turismo espacial refleja esa dualidad. Inicialmente se pensaba que sería un mercado pequeño. Pero los analistas aseguran que puede valer 1.600 millones de dólares en 10 años si consigue proteger la fragilidad de sus clientes. “La demanda colapsará tan pronto como muera el primer turista espacial en un accidente”, alerta Bank of America Merril Lynch. La seguridad sigue estando en el aire. Pero el ser humano ha progresado atravesando riesgos. El 65% de la población estaría dispuesto a pagar por viajar al espacio. Es el sueño de una vida, aunque sea una cara duermevela. Un billete suborbital cuesta entre 80.000 y 210.000 euros. Poco importa. El hombre siempre ha anhelado las estrellas. Es esa “luz verde” al final del embarcadero. Y como al protagonista del Gran Gatsby, de Francis Scott Fitzgerald, “su sueño le debió de parecer tan cercano que casi lo podía alcanzar con los dedos”.
El lado oscuro
El espacio promete un negocio de billones de euros pero exige asumir enormes riesgos. Pérdidas de vidas humanas, fallos en los lanzamientos, retrasos, tormentas solares, militarización y tensiones geopolíticas. Tanto que la Nasa ha contratado a un responsable de Protección Planetaria para evitar que se contaminen los planetas, la luna y otros cuerpos celestes. Frente a la amenaza, el Universo parece defenderse. Un suceso como el “evento de Carrington” de 1859 (la última gran tormenta solar, algo que ocurre en principio cada 150 años) dejaría a 40 millones de estadounidenses sin energía entre 16 días y dos años. La aseguradora londinense Lloyd’s calcula que ese Sol abrasador puede costar hasta 2,2 billones de euros. Otras pérdidas distintas son las vidas. A lo largo de la historia 18 astronautas no regresaron de sus misiones. Pese a todo, solo falla uno de cada 20 lanzamientos. El 5%. “Ya no es una industria de riesgo”, sostiene Giles Alston, experto de la consultora Oxford Analytica. “El ‘hardware’ es más preciso, la competencia impulsa la innovación y existe interés de los inversores”. Pero la ciencia no protege a las máquinas, para eso necesita seguros.
Todos los años el mundo contabiliza entre 80 y 100 lanzamientos. El 50% están asegurados y suelen viajar en ellos de 35 a 45 satélites. La proporción aurea de un negocio de 750 millones de dólares anuales en primas que se reparten un puñado de empresas. En el cielo orbitan cerca de 300 aparatos con cobertura que valen para las aseguradoras 30.000 millones. La mejora de la tecnología ha provocado una caída de los fallos y la industria lo asume. “A finales de los años 90, las tasas de los seguros de lanzamiento iban del 20% al 25%. Hoy esa horquilla va del 5% al 7%”, describe Paola Serrano, directora de Aviación y Espacio de Mapfre Global Risks. También se respalda (generalmente por un año) la vida en órbita del artefacto. Se paga el 0,5% del valor asegurado. Porque los satélites son ingenios muy caros. Sobre todo los grandes, los geoestacionarios, que representan el grueso de un segmento comercial de 400 millones de dólares. Ninguna aseguradora cubre el turismo espacial.
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