Década perdida en la Eurozona
Lo más inquietante es que la inversión empresarial sigue inhibida a pesar de unos tipos de interés muy bajos
Se han cumplido diez años desde que la crisis desencadenada en el verano de 2007 acabara convirtiéndose en el peor episodio de la historia mundial desde la Segunda Guerra Mundial. Desde la Gran Depresión no se había perdido tanta riqueza financiera ni habíamos presenciado una recesión simultánea en todas las economías de la OCDE. Tampoco se habían dado en Europa respuestas tan inadecuadas a la naturaleza de las amenazas.
La eurozona ha sido la región más dañada. Las secuelas y costes a largo plazo han sido muy superiores a las de EE UU, el epicentro de la crisis. Especialmente sobre la capacidad de crecimiento. Si ya desde 1995 las economías de la eurozona crecieron casi un punto por debajo de la estadunidense, entre 2006 a 2016 la diferencia ha aumentado. La importancia relativa de la eurozona en el seno del conjunto de la UE también ha disminuido, desde algo más del 72% en 2007, al 70% el año pasado. Lo más inquietante es que todavía la inversión empresarial sigue inhibida, con una proporción del PIB que es la más baja desde finales de los noventa, a pesar de unos tipos de interés excepcionalmente bajos.
El desempleo es superior al de precrisis. En algunos países, representativos de más de un tercio de la población, la tasa de paro seguirá siendo de dos dígitos durante años según el FMI. El desempleo juvenil sigue en niveles alarmantes: en países como Grecia o el nuestro no solo constituyen una amenaza de descapitalización, sino también a la estabilidad social y política. Un informe reciente de Eurostat, Young people in the EU: education and employment revela que en 2016 el 21,2% de los españoles con edades comprendidas ente 20 y 24 años no estaba empleado ni educándose, la proporción más elevada tras Italia y Grecia.
La convergencia real, el acercamiento en los niveles de renta per cápita de los países, una de las aspiraciones en las que se fundamentó esa vía de perfeccionamiento de la integración europea, ha retrocedido de forma significativa con la crisis, y el aumento de la divergencia no se ha estabilizado todavía. El PIB por habitante en Alemania ha superado el previo a la crisis, pero en otros países todavía está por debajo.
Esas divergencias se han acentuado como consecuencia de los efectos regresivos en la distribución de la renta y de la riqueza que han tenido algunas de las políticas aplicadas durante estos años los países periféricos, aquellos que ahora muestran mayores dificultades para converger. En el conjunto de la eurozona, la desigualdad en la distribución de la renta y de la riqueza no solo no se ha reducido, sino que más del 23% de la población se mantiene en riesgo de pobreza.
Está en lo cierto la Comisión Europea cuando destaca que esta recuperación es pobre en crecimiento de los salarios. Su tasas de variación están en mínimos desde 2001, tanto en términos nominales como reales. Que el presidente del BCE defienda aumentos en esas rentas —"el caso para salarios más elevados es incuestionable"— no es un ejercicio de solidaridad, sino una advertencia sobre las amenazas a la estabilidad, la macroeconómica y la política.
No ha de extrañar que el propio FMI alerte de la ausencia de crecimiento suficientemente inclusivo en el informe sobre la eurozona del pasado julio. Un análisis econométrico de esa institución destaca la asociación del crecimiento actual del área monetaria con la ampliación de lo que califica como "desigualdad mala": aquella derivada de la no igualdad de oportunidades (identificada usando diversos índices de movilidad intergeneracional), la que inequívocamente limita las posibilidades crecimiento económico. "No existe un trade-off entre eficiencia y equidad. A largo plazo, atender las causas de la desigualdad de oportunidades puede hacer el crecimiento menos sensible a cambios en la distribución de la renta".
Demografía
Junto a esas secuelas de la crisis, la evolución de la demografía en la eurozona sigue haciéndola candidata a ilustrar lo que significa el "estancamiento secular". Trabajos recientes del propio FMI o del BCE, entre otros, así lo señalan. La evolución adversa de la estructura demográfica en muchos países europeos durante los veinte últimos años puede deteriorarse aún más en la próxima década, según una investigación del BCE (WP 2088) del pasado julio. Además de esa evolución demográfica, entre los factores estructurales que han conducido al persistente desequilibrio entre la demanda de inversión y la oferta de ahorro, y al consecuente descenso en los tipos de interés de equilibrio, se encuentra el descenso en el ritmo de innovación tecnológica que no estimula precisamente la inversión empresarial, y amplía la desigualdad en renta y riqueza. Una tendencia que no puede darse por interrumpida a lo largo de la próxima década.
Con evidencias tales, es comprensible el escepticismo y desafección existente entre segmentos muy significativos de la población. El cuestionamiento de las ventajas de la integración, no solo regional, sino también sobre la propia dinámica de globalización. Y ello nos remite necesariamente a la necesidad de adoptar políticas claramente orientadas al crecimiento inclusivo, a reducir los daños sobre el crecimiento potencial y a favorecer una mejor distribución de la renta.
Eso significa mayor inversión, también publica, en capital humano y en capital tecnológico de forma prioritaria para aumentar la productividad. Haciéndolo también se reducirán esas brechas de competitividad de la eurozona que han quedado dañadas durante la crisis. Europa no pude confiar exclusivamente en la mayor o menor pujanza del ciclo global, incluida la precaria recuperación del crecimiento del comercio internacional.
Y, en todo caso, mantener las decisiones de estímulo del BCE, como también sugiere el FMI. La inflación está lejos de un nivel inquietante, en el 1,3% frente a ese límite del 2% establecido por el propio BCE. En las previsiones del FMI no se alcanzaría el 2% al menos en los próximos cinco años. El riesgo de apreciación del tipo de cambio del euro ya ha empezado a manifestarse suficientemente como para que aquellas economías más sensibles a los precios de sus bienes y servicios de exportación vean dañada su competitividad. Por eso sugiere el FMI que aquellos países que han cerrado más sus output gaps estimulen el crecimiento de los salarios. El problema es que el BCE no puede hacer otra cosa que resistir. El margen de maniobra del que dispone para responder a una eventual inflexión en el crecimiento económico es prácticamente inexistente.
Por eso son necesarias políticas fiscales más expansivas. Desde luego en aquellas economías como la alemana que tienen margen de maniobra en sus finanzas públicas, pero también para facilitar la reducción de los igualmente excesivos desequilibrios exteriores. Avanzar en la disposición de capacidad fiscal central para el conjunto de la eurozona es otra condición necesaria para compensar futuras crisis y atenuar las restricciones fiscales de algunos países. Programas de inversión pública en la dirección del plan Juncker, pero más ambiciosos y de ágil instrumentación, siguen siendo prioritarios.
No son sugerencias precisamente novedosas. Y eso es precisamente lo inquietante, diez años después, cuando al inventario de daños de esa crisis se añaden las complicaciones geopolíticas sobrevenidas recientemente tanto dentro de la UE, con la segregación de la segunda economía más importante, como con las amenazas a la estabilidad global generadas por la nueva presidencia en la principal economía del mundo.
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