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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El retorno de la política industrial

Nos faltan instrumentos de cooperación, diálogo y acuerdo

Antón Costas
Rafael Ricoy

¿Deben los gobiernos apoyar su industria? Si la respuesta es sí, ¿qué tipo de industria? Y, ¿cómo? Plantear estas cuestiones es hablar de política industrial. Lo sorprendente es que esta cuestión, que era anatema desde los años 90 —“la mejor política industrial es la que no existe”, se decía en España en aquellos años— ha retornado al corazón del debate político económico. Y lo ha hecho en el lugar más inesperado: en los EE UU, la tierra de la libre empresa.

El América first de Donald Trump es un grito en favor de la política industrial. La promesa de hacer retornar los puestos de trabajo bien pagados de la industria manufacturera, empleando para ello el palo y la zanahoria con las empresas. Pero también en el Reino Unido Theresa May ha levantado la bandera, aunque ondeándola con menos vigor. Pero, el retorno de la política industrial había comenzado a raíz del fallo espectacular de los mercados en 2007-2008, cuando el Gobierno norteamericano salió al rescate no sólo de los bancos y aseguradoras sino también de empresas manufactureras emblemáticas. Y aún se puede ir más atrás, a principios de este siglo, cuando los gobiernos europeos comenzaron a crear nuevos ministerios y agencias de industria. Con la curiosa excepción de España, que en 2000 suprimió ese ministerio.

En realidad, como ocurre con el dinosaurio del cuento de Augusto Monterroso, la política industrial nunca ha dejado de estar ahí. El éxito de la industria china o de Corea del Sur es inexplicable sin la intervención de sus gobiernos. Como décadas antes Japón. O en el siglo XIX y XX los países europeos. Y EEUU, cuyo desarrollo es incompresible sin la mano visible de su Gobierno, tanto en el fortalecimiento de las manufacturas en el siglo XIX como en el éxito actual de Sillicon Valley.

Nos faltan instrumentos de cooperación, diálogo y acuerdo. Y un reparto más claro de responsabilidades

Pero, ¿a qué responde este retorno? En algunos casos parece ser un intento de recobrar el control del destino de las naciones frente a las fuerzas de la globalización que, supuestamente, sólo habrían favorecido a las élites cosmopolitas. Si fuese así, el riesgo sería el corporativismo, como sucedió en los años 30 con el fascismo. Pero, más allá de esta motivación proteccionista, veo razones de interés general. Es la respuesta al reto al que se enfrentan hoy los gobiernos de como activar y canalizar las fuerzas transformadoras que vienen de la nueva economía digital, de la inteligencia artificial, y del cambio climático. Y también el reto de como capacitar a los individuos y a las empresas para este cambio.

Todo esto obliga a repensar la visión convencional de la intervención del Estado en la industria. Comenzando por la propia definición de industria, dado que algunos servicios del gran comercio —Zara, Mercadona, Mango— muestran rasgos propios de las industrias manufactureras del siglo pasado. Pero también en las formas de intervención. Mariana Mazzucato, de la Universidad Essex, defiende que el Estado debe intervenir en la creación de nuevos mercados —información tecnológica, biotecnología, nanotecnología, energía verde—. Y que debe hacerlo como un emprendedor innovador, que va a riesgo y ventura. Es decir, aceptando el riesgo de fallar, pero también participando en los beneficios.

Pero, entonces, ¿en qué consiste la política industrial? Me gusta la idea de Dani Rodrik, profesor de la Universidad de Harvard, de que la política industrial “es más un estado de la mente que una lista de políticas específicas”. Lo que los responsables políticos deben entender es que es más importante crear un clima de colaboración entre gobierno y sector privado que suministrar incentivos financieros concretos. Y disponer instrumentos para hacerlo, incluyendo colaboraciones público-privadas bien diseñadas; procesos decisionales participativos con asesores externos disruptivos, elegidos no por lo que piensan sino por cómo piensan; mecanismos de coordinación entre ministerios, agencias públicas y empresas a fin de anticipar más que retardar respuestas políticas a los nuevos retos. Y hacerlo de forma transparente, institucionalizada y con rendición de cuentas. Sólo así se evita el riesgo del predominio de los intereses especiales frente al interés general.

Todos los países lo están haciendo. Pero cuando venimos a España el problema es la carencia de instituciones y de una cultura de colaboración de este tipo. Nos faltan instrumentos de cooperación, diálogo y acuerdo. Y un reparto más claro de responsabilidades entre todos los actores. No se trata tanto de qué hacer, sino de cómo hacerlo.

Con la política industrial pasa lo que con la historia que le escuché a Albert Hirschman, el especialista en desarrollo del Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, del ricito que le cae a la niña sobre la frente: cuando está enfadada le afea la cara, pero cuando sonríe le queda muy bien.

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