Precariedad normalizada
Hay un equilibrio social entre lo que se espera del futuro y lo que es imperativo salvar del presente
Hay un negocio oculto en la trastienda de la educación profesional: adivinar (porque eso es en el fondo) cuál será el ámbito que ofrece mejores oportunidades de empleo en el futuro. Quienes hoy han de elegir la manera de ganarse la vida y su entorno familiar, perciben que el mercado laboral ya no es el mismo del que era tan solo 10 años atrás. El motivo es que ha disminuido el número de puestos estables de trabajo y razonablemente remunerados, incluso para las élites mejor formadas en las profesiones más cualificadas. Este es un efecto dañino del crash de 2007. Porque, dicho sea en términos de probabilidad, la precariedad se ha convertido en un factor estructural de la economía mundial. Con el pretexto de la excepcionalidad de la crisis, los salarios más bajos y la contratación temporal llevan camino de convertirse en la normalidad establecida del mercado laboral. Esta normalidad de lo precario no será uniforme en todos los países, por supuesto; dependerá de la resistencia o de las opciones que ofrezca la legalidad de cada país.
Esto es lo preocupante y no la robotización. Los cambios tecnológicos tienen efectos que operan como grandes desplazamientos de masas, pero, puesto que acaban por compensarse a medio plazo, son de naturaleza más benigna que la de los espasmos regresivos del mercado laboral. En la bola de cristal se aprecian hoy contornos difusos: salarios más bajos, desregulación laboral que llevará aparejada más precariedad y quizá la aparición de mercados negros del trabajo donde los puestos se cubran sin seguridad social, ni impuestos ni seguridad. La tarea principal de los reguladores nacionales e internacionales tiene que ser hoy la de impedir que estos riesgos cristalicen en situaciones de hecho irreversibles. Es más urgente frenar el empobrecimiento del empleo que adivinar cómo será el trabajo en las próximas décadas. Entre otras razones porque durante los últimos 30 años se ha repetido hasta la saciedad que el empleo del futuro (hoy presente) estaría en los mercados digital, electrónico y, en general, de tecnologías de la información; pero la economía española sigue requiriendo camareros y albañiles. Los ingenieros y expertos en big data se van a Alemania, Reino Unido y Finlandia.
Nada hay que oponer al consenso de prospectiva laboral: más informáticos, más expertos en big data, más técnicos en desarrollos comerciales digitales y más analistas en asuntos financieros y legales. Probablemente, si descontamos los cambios o las innovaciones en los títulos, son los mismos que se anunciaban antes de la crisis. Lo que cuenta aquí y ahora son los detalles: ¿quién y cómo va a financiar la formación en los nuevos desarrollos profesionales? Las finanzas públicas españolas carecen de recursos públicos, gracias a sistemáticas, irresponsables y dañinas reducciones de impuestos, para colaborar o acompañar el esfuerzo que sin duda corresponderá a las familias. Si este supuesto es correcto, algunas sociedades (como la española) se van a encontrar con una brecha abismal entre quienes pueden pagar estudios de grado y posgrado con probabilidad de empleo y quienes tendrán que acudir a profesiones o enseñanzas depreciadas porque no ofrecen futuro profesional. Y ya puestos, ¿se incentiva en España el desarrollo de empresas tecnológicas o en el futuro seguirá siendo más rentable montar una empresa de construcción con el concejal de urbanismo como socio invisible? ¡Si ni siquiera se forman técnicos en turismo!
Hay un equilibrio social entre lo que se espera del futuro (tecnología, digitalización) y lo que es imperativo salvar del presente. Si no se salvan la filosofía y la literatura, no tardarán en aparecer graves distorsiones en el big data y en la telecomunicación.
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