La nueva geoeconomía
Si la autoridad sobre las políticas nacionales se cede a organismos supranacionales, estos deben responder a preocupaciones democráticas
El año pasado fue memorable para la economía mundial. No solo el rendimiento global fue decepcionante; el sistema económico en general ha sufrido cambios profundos —para bien y para mal—. El más notable fue el acuerdo contra el cambio climático alcanzado en París el mes pasado. Por sí solo, el pacto está lejos de ser suficiente para limitar el calentamiento global a dos grados centígrados sobre los niveles preindustriales. Pero ha servido para advertir a todo el mundo que el planeta está moviéndose de forma inexorable hacia una economía verde. Un día no muy lejano, los combustibles fósiles serán en gran medida una cosa del pasado, así que el que invierte hoy en carbón lo hace por su cuenta y riesgo. Con más inversiones verdes saliendo a la palestra, sus financiadores (esperamos) contrarrestarán la presión de la industria del carbón, dispuesta a poner en riesgo nuestro mundo en beneficio de sus miopes intereses.
De hecho, el que nos estemos alejando de una economía basada en el uso extensivo del carbono, en la que a menudo predominan los intereses de los sectores del carbón, el gas y el petróleo, es solo uno de varios cambios importantes en el orden geoeconómico global. Otros son inevitables, habida cuenta de la creciente importancia china en la producción y la demanda globales. El Nuevo Banco de Desarrollo, establecido por los BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica), se puso en marcha durante el año pasado, la primera gran institución financiera internacional encabezada por los países emergentes. Y, pese a las resistencias del presidente de EE UU, Barack Obama, este mes empezará a operar el Banco Asiático de Inversiones en Infraestructuras, organizado por China.
Estados Unidos ha actuado de forma más sensata en lo que a la moneda china se refiere. No impidió la entrada del renminbi en la cesta de divisas que forman los activos de reserva del Fondo Monetario Internacional, los derechos especiales de giro (SDR, en sus siglas en inglés). Además, media década después de que el Gobierno de Obama aceptara pequeños cambios en los derechos de voto de China y otros mercados emergentes en el FMI —un breve guiño a las nuevas realidades económicas—, el Congreso de EE UU ha aprobado al fin esas reformas.
Las decisiones geoeconómicas más controvertidas del año pasado fueron las relativas al comercio. Sin casi darnos cuenta y tras años de conversaciones infructuosas, la Ronda de Doha de la Organización Mundial del Comercio —cuyo objetivo era rectificar los desequilibrios de acuerdos anteriores que favorecen a los países desarrollados— fue enterrada sin alharacas. La hipocresía estadounidense, que aboga por el libre comercio mientras se niega a abandonar las subvenciones estatales al algodón y a otras materias primas agrícolas, se convirtió en un obstáculo insuperable para las negociaciones en la capital catarí. En lugar de conversaciones globales sobre el comercio, Estados Unidos y Europa han construido una estrategia de "divide y vencerás", basada en bloques comerciales y acuerdos que se superponen.
En consecuencia, lo que estaba previsto que fuera un régimen de libre comercio global se ha convertido en un régimen de distintos intercambios regulados. Para la mayor parte de las regiones del Atlántico y el Pacífico el comercio estará gobernado por acuerdos de miles de páginas de longitud y repletos de complejas regulaciones de origen que contradicen los principios básicos de eficiencia y de libre circulación de bienes.
Estados Unidos ha participado en unas negociaciones secretas en lo que puede ser el peor acuerdo comercial en décadas, la llamada Asociación Transpacífica (TPP, en sus siglas en inglés), y ahora se enfrenta a una difícil batalla para su ratificación, dado que todos los candidatos demócratas a la presidencia (y muchos de los republicanos) han dado su opinión en contra. El problema no son las cláusulas del acuerdo relativas al comercio, sino el capítulo de "inversiones", que restringe seriamente regulaciones medioambientales, sanitarias, de seguridad e incluso financieras que tengan un impacto económico significativo.
En concreto, el capítulo da a los inversores extranjeros el derecho de llevar a los Gobiernos a tribunales internacionales cuando crean que las regulaciones gubernamentales contraríen los términos del TPP (que tienen más de 6.000 páginas). En el pasado, estos tribunales han interpretado el requisito de un "tratamiento justo y equitativo" para los inversores extranjeros como una base para invalidar nuevas leyes promulgadas por los Gobiernos, aunque estas no sean discriminatorias y solo busquen proteger a los ciudadanos de nuevos y escandalosos abusos.
A la vez que el lenguaje es complejo —lo que invita a costosos procesos entre poderosas corporaciones y Gobiernos a los que les cuesta financiarse—, incluso las regulaciones que protegen al planeta de las emisiones de gases de efecto invernadero son vulnerables. Los únicos reglamentos que parecen a salvo son los que tienen que ver con cigarrillos: los juicios abiertos contra Uruguay y Australia por pedir un simple etiquetado acerca de los riesgos sanitarios han recibido demasiada atención negativa. Pero hay aún muchísimas dudas acerca de la posibilidad de demandas judiciales en miles de otras áreas.
Además, una cláusula de "nación más favorecida" asegura que las empresas puedan pedir el mejor tratamiento ofrecido en cualquiera de los acuerdos que haya firmado el país en el que estén instaladas. Eso da pie a una carrera hacia el fondo, justo lo contrario de lo que prometió el presidente estadounidense.
Incluso la forma en la que Obama ha defendido el acuerdo ante la opinión pública es reveladora de cómo su Gobierno está desconectado de la emergente economía global. Ha dicho repetidas veces que el TPP determinará quién escribe las reglas del comercio en el siglo XXI: si Estados Unidos o China. La forma correcta es llegar a esas reglas de forma colectiva, transparente y con la voz de todas las partes implicadas. Obama ha querido perpetuar el business as usual, en el que las reglas que gobiernan el comercio global están escritas por y para las grandes empresas estadounidenses. Esto debería ser inaceptable para cualquiera comprometido con unos principios democráticos.
Los que buscan una mayor integración económica global tienen la responsabilidad de ser especialmente grandes defensores de una reforma de los sistemas por los que se gestiona el mundo. Si la autoridad sobre las políticas nacionales se cede a organismos supranacionales, la elaboración, implementación y aplicación de las reglas han de ser especialmente sensibles a las preocupaciones democráticas. Por desgracia, ese no ha sido siempre el caso en 2015.
En 2016, debemos esperar que el TPP sea derrotado y se inicie una nueva era de acuerdos comerciales que no recompensen a los poderosos y castiguen a los débiles. El acuerdo climático de París puede presagiar el espíritu y la mentalidad necesarios para sostener una auténtica cooperación global.
Joseph E. Stiglitz es premio Nobel de Economía de 2001.
© Project Syndicate, 2016.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.