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Marcas con poco cuerpo

La fragilidad de las enseñas crece ante unos consumidores más informados

Miguel Ángel García Vega
Activistas durante la pasada Cumbre del Clima en París.
Activistas durante la pasada Cumbre del Clima en París. ALAIN JOCARD (AFP)

El anuncio parecía real pero era falso. Colocado en la marquesina de una céntrica calle de París promocionaba una berlina de Volkswagen con un desconcertante mensaje: We’re sorry that we got caught. Algo así como: “Sentimos que nos hayan pillado”. El trampantojo publicitario ironizaba sobre el escándalo de las emisiones del fabricante de automóviles. Pero también era la crítica del colectivo artístico Brandalism, cuya semántica mezcla las palabras “marca” (brand, en inglés) y “vandalismo” (vandalism). Este grupo denunciaba a la industria del automóvil, incluidas algunas compañías patrocinadoras de la cumbre climática parisiense que, como Nissan o Air France, a su juicio estaban implicadas en el calentamiento global. “A través del patrocinio, grandes contaminantes como Air France y GDF-Suez (Engie) pueden promocionarse como parte de la solución cuando en realidad son parte del problema”, apuntó Joe Elan, miembro del colectivo Brandalism. Otros carteles publicitarios mostraban a una Alicia en el país de las maravillas inhalando gas venenoso o el póster de una falsa película titulada Deniers (negacionistas).

Junto a la crítica directa, esta historia también muestra que el fenómeno del greenwashing (engañar al consumidor para que los productos sean vistos como ecológicamente amigables) continúa vivo y que la fragilidad de las marcas frente a una sociedad que no se calla es mayor que nunca. En 2015, tras una pelea legal de tres años, la Tate Britain fue obligada a revelar que había aceptado contribuciones de la petrolera BP por valor de 3,8 millones de libras (5,2 millones de euros) durante unos 17 años. La respuesta de los activistas de Liberate Tate fue tatuar de forma permanente a los visitantes del museo que así quisieran la cifra que representaba el volumen de CO2 que había en la atmósfera el año en que nacieron. Pese a que la “compañía está muy orgullosa” de esta colaboración — según comenta un portavoz de la energética—, ambas instituciones han sufrido en su imagen. Lo más valioso y, sin duda, lo más frágil.

Exposición absoluta

Porque la exposición de la marca estos días resulta absoluta, las redes sociales la dejan en carne viva y ya no es dueña ni de sus propios mensajes. Un ecosistema propicio para que el activismo conduzca incluso a exigencias extremas a la búsqueda de minimizar el riesgo para la enseña. Por ejemplo, Ashoka, la mayor red de emprendedores sociales del mundo, no promueve ningún proyecto que patrocine una empresa energética. Sea cual sea. Por eso la economía circular es un antídoto contra el peligro y, a la vez, una respuesta a la máxima de que “la reputación es algo que cuesta mucho ganar pero muy poco perder”. Esa economía cíclica entiende que los recursos son finitos y por lo tanto hay que quebrar la perversa dinámica: generación de bienes, consumo, producción, residuos; creación de nuevos bienes. “Algunas empresas como Nike, HM, G-Star, Loewe y, últimamente, Zara ya han interiorizado esos principios y están empezando a unirse a la ecología de un modo coherente que huye del postureo”, analiza Iñaki Ortega, director de Deusto Business School en Madrid. La propia Nike (que sufrió en el pasado crisis de reputación) ha colocado la sostenibilidad en el centro del discurso. Utiliza botellas de plástico recicladas para fabricar su ropa deportiva y emplea un método en sus zapatillas que permite crear una cubierta muy ligera, casi sin costuras, la cual reduce el volumen de material empleado. Solo en residuos se ahorra una cantidad equiparable al peso de los tres aviones más grandes del mundo. Al final es una cuestión de fe. “Únicamente si la alta dirección se lo cree y se implica será posible que las estrategias de responsabilidad social se ejecuten y logren sus objetivos”, apostilla Pedro Tomey, director de reputación corporativa del broker asegurador Aon.

Esa implicación es un viaje obligado si la empresa quiere sobrevivir en un entorno en el que la competencia resulta tan extrema que la vida media, por ejemplo, de una compañía en el S&P 500 ha descendido desde los más de 60 años de 1958 a los actuales 18. A este ritmo, el 75% de las firmas del índice bursátil estadounidense serán reemplazadas en 2030. Entonces, ¿cómo evitar caer en el olvido? “Tienes que asegurarte de que tu marca, tu estrategia de marketing y la experiencia del cliente están alineadas”, aconsejan en la consultora Forrester Research. Una bisectriz, por cierto, que han conseguido trazar bien en KLM. La aerolínea maneja 60.000 preguntas a la semana a través de las redes sociales y las responde en un tiempo medio inferior a los 30 minutos. Pocas cosas refuerzan tanto la imagen de una enseña como una empresa que contesta rápido a sus clientes.

Estamos, pues, frente al álgebra imprescindible para crear lo que Oriol Iglesias, profesor de marketing de Esade, denomina una “marca con conciencia”. Son aquellas que sitúan los principios en el núcleo de su vida, promueven que los miembros de la cadena de valor puedan ganarse la vida con dignidad y resultan transparentes.

Pese a tanta claridad, nos enfrentamos a paradojas complicadas de resolver. Volkswagen atraviesa un calvario por el engaño en las emisiones. Incluso algunos analistas sugerían la idea de que, para protegerse, la compañía debería cambiar de nombre. Sin embargo, en 2015, y por cuarto año consecutivo, fue la enseña de coches más vendida en España: matriculó 88.300 vehículos. Todo, como reconoce a través del correo electrónico Laura Ros, directora de Volkswagen, “en uno de los momentos más difíciles de la historia de la marca”.

En Estados Unidos la denuncia contra la firma ya camina por la vía civil y penal, y las ventas cayeron en diciembre. ¿Por qué no en España? “Es cierto que estamos viviendo una crisis reputacional, pero nadie durante estos meses ha cuestionado la calidad, seguridad y fiabilidad de nuestros vehículos”, defiende Ros. Y se refugia en un “esfuerzo de transparencia” y en el empeño de “acercarse más a la sociedad”. Este acto de contrición y propósito de enmienda se beneficia además de que “los españoles no poseen la cultura consumista de un danés o de un noruego”, observa Víctor Mirabet, fundador de la consultora Coleman CBX. O sea, sentido crítico y afecto. “Volkswagen lo que ha perdido es la estima, y si la pierdes estás acorralado”, reflexiona Xavier Oliver, profesor del IESE. “Lo vimos con Alfa Romeo, Dell, Acer o KIA. Son sentimientos y no razón. Porque cada vez más es el afecto lo que define la imagen de la marca”.

Junto al corazón y el alma, también se impone la realidad de una España donde el precio es el factor básico de compra. En esta turbulencia, los millennials (nacidos después de 1980) se han vuelto infieles. “Si escogen una enseña solo por el precio son bastante menos leales, ya que si aparece otra alternativa más barata la comprarán”, aclara Jason Dorsey, consultor en The Center for Generational Kinetics. De ahí el éxito de propuestas de bajo coste como Primark, pese a que subcontrate con fábricas en Vietnam, China o Bangladés. Lugares, a veces, de inciertas condiciones de trabajo. De hecho la cadena irlandesa aún está pagando las indemnizaciones a las víctimas del derrumbe del Rana Plaza (Bangladés), un complejo de nueve plantas con talleres textiles que se desplomó en 2013 dejando 1.134 cadáveres. Una de esas manufacturas subcontrataba para Primark. Hoy nadie parece acordarse, quizá porque la memoria es tan frágil como la marca.

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Sobre la firma

Miguel Ángel García Vega
Lleva unos 25 años escribiendo en EL PAÍS, actualmente para Cultura, Negocios, El País Semanal, Retina, Suplementos Especiales e Ideas. Sus textos han sido republicados por La Nación (Argentina), La Tercera (Chile) o Le Monde (Francia). Ha recibido, entre otros, los premios AECOC, Accenture, Antonio Moreno Espejo (CNMV) y Ciudad de Badajoz.

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