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Lavadoras con muerte anunciada

Francia y la UE planean leyes para combatir y castigar la obsolescencia programada

Raquel Vidales
Ordenadores desechados en un punto limpio de Madrid.
Ordenadores desechados en un punto limpio de Madrid.santi burgos

En el centro de reparación de Koopera, un grupo de cooperativas sin ánimo de lucro del norte de España, casi no se reparan frigoríficos. “No vale la pena. La mayoría llegan con fugas de gas que no podemos localizar porque las tuberías están incrustadas dentro de los muebles, y cada vez es más difícil desmontar los muebles. Hace años se podía llegar a cualquier pieza, pero ahora son todo obstáculos”, explica Txelio Alcántara, técnico del taller. “También es cada vez más difícil arreglar aparatos pequeños. Les ponen tornillos de seguridad, que solo giran para cerrar, y ni siquiera podemos abrirlos”.

Cafeteras, máquinas de afeitar, secadores de pelo, microondas, frigoríficos, lavadoras, ordenadores... Miles de aparatos acaban en la basura antes de tiempo porque es demasiado caro repararlos, por falta de repuestos o porque no hay modo de desmontarlos. Es una forma reconocida de obsolescencia programada, una manera de acortar la vida de un producto antes de que se desgaste. Un caso sonado fue la demanda colectiva a la que tuvo que enfrentarse Apple en 2003 por no ofrecer baterías de recambio para sus reproductores MP3. Los demandantes, tras probar que las baterías se estropeaban antes que el aparato, ganaron el juicio y obligaron a la empresa a fabricar repuestos.

Muy pocas veces han llegado casos como este a los tribunales. La obsolescencia programada, al fin y al cabo, está asumida como un mal necesario para estimular el consumo. Pero la crisis está cambiando las conciencias y cada vez son más las voces que recuerdan que la necesidad mantener una tasa mínima de renovación de productos no significa que haya que aceptar abusos. Además, genera toneladas de residuos que podrían evitarse. Finalmente, un país ha dado un paso al frente: la Asamblea francesa acaba de aprobar, dentro de la Ley de Transición Energética, multas de hasta 300.000 euros y penas de cárcel de hasta dos años para los fabricantes que programen la muerte de sus productos. La norma, que aún debe ser ratificada en el Senado, no solo es relevante por las sanciones que establece, sino porque es la primera vez que una legislación reconoce la existencia de la obsolescencia programada. “Estas técnicas pueden incluir la introducción deliberada de un defecto, una debilidad, una parada programada, una limitación técnica, incompatibilidad u obstáculos para su reparación”, reza el texto. Solo hubo un intento normativo anterior en 2011, en Bélgica, cuando el Senado aprobó una resolución que pedía al Gobierno que prohibiera esta práctica, pero nunca llegó a elaborarse una ley.

Francia prevé multas de hasta 300.000 euros y dos años de cárcel

La norma francesa recoge todas las variantes de obsolescencia programada, pero su aplicación no va a ser fácil. ¿Cómo demostrar que se ha introducido un defecto “deliberadamente”? La industria, de hecho, siempre ha negado esa supuesta “premeditación”, pese a que es evidente que los electrodomésticos han acortado su vida útil en las últimas décadas. Un reciente estudio encargado en Francia por el Centro Europeo del Consumidor recopila varias muestras. Por ejemplo, los antiguos televisores de tubos podían durar hasta 15 años, mientras que los actuales no pasan de 10. “Y ocho de cada 10 lavadoras tienen cubetas de plástico, en vez de acero inoxidable, que pueden romperse con el golpe de una moneda”, prosigue el estudio. Los fabricantes insisten en que el acortamiento no es deliberado, sino que se debe a la exigencia de que los productos sean más eficientes y más baratos.

Europa está empezando a abordar el problema. El Comité Económico y Social Europeo (CESE), órgano consultivo de la UE, aprobó hace un año un dictamen que exige la prohibición total de la obsolescencia programada. “Si tiráramos menos cosas a la basura, tendríamos que reparar más y se crearían miles de empleos”, afirmó Jean-Pierre Haber, ponente del dictamen, para rebatir el argumento de que la renovación es necesaria para mantener la economía.

El dictamen propone también medidas para combatir esta práctica no solo desde la prohibición. “Más allá de que pueda haber un chip maquiavélico programado para que un aparato deje de funcionar, algo que sucede en contadas ocasiones, proponemos tres líneas de acción. Por un lado, que las empresas faciliten la reparación. En segundo lugar, campañas de sensibilización para combatir la obsolescencia estética; es decir, la constante renovación de productos sin desgastar, sobre todo ropa y teléfonos, al dictado de las modas. Y por último, la implantación de un sistema de etiquetado de durabilidad para que el consumidor pueda decidir si prefiere un producto barato u otro más caro pero más duradero”, explica Carlos Trías Pintó, presidente de la Comisión Consultiva de Transformaciones Industriales del CESE, el grupo que elaboró el dictamen.

Europa estudia un sistema
de etiquetado que informe sobre
la duración de los productos

El CESE está estudiando ya cómo podría ser ese sistema de etiquetado. “Podría ser parecido al que se ha implantado para calificar la eficiencia energética, con una escala de clasificación por letras y colores”, explica Trías Pintó. La tarea va a ser larga porque no hay una metodología estándar para evaluar la durabilidad de un producto, y además la industria se opone rotundamente. En una jornada organizada por el CESE en Bruselas hace dos semanas, el director general del Comité Europeo de Fabricantes de Equipamiento Doméstico, Paolo Falcioni, aseguró que es imposible prever la duración de un producto porque no se puede controlar el buen o mal uso que se va a hacer de él.

Pero el movimiento contra la obsolescencia programada parece ya imparable en la UE. La Dirección General de Medio Ambiente de la Comisión Europea ha encargado un estudio para desarrollar una posible metodología, y el CESE va a realizar una encuesta para preguntar a los ciudadanos si estarían dispuestos a pagar más por productos más duraderos. Con todo esto, el eurodiputado Pascal Durand presentará una resolución para introducir el debate en el Parlamento.

En España el movimiento lleva retraso. Las organizaciones más activas son la Asociación de Recuperadores de Economía Social y Solidaria (AERESS), que agrupa a entidades como Koopera, y el colectivo ecologista Amigos de la Tierra. Ambas, junto con Ecologistas en Acción, UGT y CC OO, han presentado un texto de alegaciones a la nueva ley de residuos de aparatos eléctricos y electrónicos en el que piden la prohibición de la obsolescencia programada y otras medidas como el alargamiento de las garantías, el apoyo a las redes de reparación y, sobre todo, que se asegure que un 5% de los residuos puedan ser preparados para su reutilización. “Esto implica, por ejemplo, que en los puntos limpios se puedan colocar sin romper los aparatos que se desechan, porque muchos se vuelven inservibles al tener que lanzarlos al fondo de un contenedor”, explican en AERESS. Esta organización es también contraria a la limitación que establece la nueva ley para la reparación de electrodomésticos con etiqueta energética inferior a B, pues entiende que el impacto ambiental que supone tirar estos aparatos es superior al ahorro que se pretende.

La bombilla eterna

El ejemplo clásico de obsolescencia programada es el de la bombilla. En 1924, un grupo de grandes fabricantes de bombillas (entre ellos Philips, Osram y General Electrics) acordaron limitar la vida de las bombillas a un máximo de 1.000 horas, pese a que ya se había logrado la posibilidad de que aguantaran hasta 2.500 horas. El grupo, conocido como cartel de Phoebus, justificó el pacto como una alianza de la industria para regular el mercado internacional marcando unos mínimos de calidad y eficiencia, y así evitar la expansión de otras empresas que intentaban competir con precios más bajos y materiales supuestamente de peor calidad. El cartel se deshizo dos décadas después, pero ha quedado como paradigma de maquinación de la industria para acortar la vida de un producto.

En contraste, como muestra de durabilidad suele mencionarse la bombilla que lleva encendida de manera ininterrumpida desde 1901 en la estación de bomberos de Livermore (EE UU). Es un ejemplo cierto, aunque también es cierto que se mantiene en condiciones distintas a las que tendría en una vivienda. Funciona a un voltaje inferior para el que fue concebida, por lo que el desgaste de los filamentos es menor, aunque a cambio ilumina menos que una pequeña vela. Y tampoco se enciende ni se apaga nunca, lo que aumenta su resistencia.

La bombilla de Livermore se fabricó sin duda con intención de durar. Pero el criterio de la eficiencia se impuso al de la durabilidad y las empresas volcaron sus investigaciones a conseguir avances que aumentaran la potencia o el ahorro de sus bombillas. Eso fue así hasta que apareció la tecnología LED, que combina el objetivo de duración y el de eficiencia. Desde el 1 de septiembre de 2009 ya no se fabrican bombillas incandescentes en ningún país de la UE, como manda la normativa comunitaria, que además obliga a los fabricantes a informar en el etiquetado de cada bombilla no solo sobre el nivel de su eficiencia sino también sobre su duración estimada. Es el único producto en el mundo para el que se ha fijado un etiquetado obligatorio de durabilidad, un ejemplo que tanto el CESE como las asociaciones de consumidores y los colectivos ecologistas piden que se extienda a otros productos, especialmente los electrodomésticos.

No obstante, el etiquetado de durabilidad de la bombilla no implica una ampliación de su garantía, pues está establecido simplemente como una estimación de las empresas. Un estudio publicado por la Organización de Consumidores y Usuarios española (OCU) descubrió que el 16% de las bombillas LED no superan las 10.000 horas de uso, pese a que los fabricantes mantienen que pueden durar de 25.000 a 30.000 horas.

Una compañía española ha creado la "bombilla eterna": no es necesario tirarla cuando se funde porque puede abrirse para sustituir o reparar todas sus piezas. "Es la mejor manera de evitar residuos. ¿Por qué tirar la ampolla y generar basura cuando puedes abrirla y arreglarla?", explica Óscar Burgos, comercial de la empresa que fabrica esta bombilla, llamada IWOP. Esta empresa es además la impulsora del Movimiento SOP (Sin Obsolescencia Programada), un colectivo que propugna el fin de los aparatos con fecha de caducidad premeditada y promueve la reparación y el reciclaje. Su primer objetivo a corto plazo, según Burgos, es crear una gran base de datos con la lista de las empresas que ofrezcan productos sostenibles, reparables y duraderos.

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Sobre la firma

Raquel Vidales
Jefa de sección de Cultura de EL PAÍS. Redactora especializada en artes escénicas y crítica de teatro, empezó a trabajar en este periódico en 2007 y pasó por varias secciones del diario hasta incorporarse al área de Cultura. Es licenciada en Periodismo por la Universidad Complutense de Madrid.

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