Paloma contra halcones
El nombramiento de Janet Yellen como candidata a suceder a Ben Bernanke al frente de la Reserva Federal es una gran noticia. Supone el primer alivio en la dinámica de creciente angustia provocada por los halcones del Tea Party que puede desembocar el día 17 en la suspensión de pagos, de carácter político, de los EEUU.
La nueva presidenta, con permiso del Senado, es mujer: la primera tras catorce presidentes, mientras que en el Consejo del BCE no figura ninguna. Es una persona normal: desde que entró en el Consejo de Gobierno en 1994 almorzaba en su cafetería, con lo que sabía lo que cocinaba la opinión. Es una intelectual, que ha publicado algunos de sus trabajos en equipo con su marido, George Akerlof, premio Nobel de Economía 2001 conjuntamente con nuestro hombre en Cadaqués, Joe Stiglitz.
Son una pandilla “liberal” —en la versión estadounidense, progresista—, con Robert Shiller y otros, de gentes preocupadas por las ineficiencias de los mercados y críticas con su pretendida perfección, desastre teórico manufacturado por la escuela de Chicago y alevines. Su centro de gravedad: la asimetría informativa entre oferta y demanda, que origina distorsiones, abusos y a veces acaba destruyendo al propio mercado. Es el caso de la teoría de los limones —coches de segunda mano, cacharros— acuñada por Akerlof, según la cual el comprador ignora los achaques del vehículo que el vendedor conoce de sobras, lo que al cabo puede acabar expulsando del mercado a los buenos automóviles.
Yellen es de los liberales (progresistas) que priman crecer y crear empleos a controlar la inflación
Por liberal, Yellen fue de los pocos no genuflexos ante la fe de Greenspan en la perfección del mercado y en que la burbuja inmobiliaria no pincharía : “Las posibilidades de contracción del crédito y de una caída de la economía en recesión aparecen demasiado reales", advirtió en 2007, como presidenta de la Fed de San Francisco.
El apoyo que le prestaron un amplio sector de parlamentarios y un manifiesto de 350 destacados economistas descabalgó hace tres semanas a su gran rival, el ex-secretario del Tesoro con Clinton, Larry Summers, brillante, locuaz, temperamental, chulo, preferido al inicio por Obama. Summers es uno de los responsables de la desregulación financiera que desembocó en la hecatombe de Wall Street en 2008. Y más proclive a volver a la restricción monetaria. Su caída fue celebrada por las Bolsas, que temían la rápida retirada de los estímulos monetarios. Y aplaudida por los liberales, en un episodio que demuestra que los mercados y la izquierda pueden a veces aliarse: en pro del crecimiento.
Yellen no es Summers. Yellen es paloma. Yellen es el núcleo duro de la estrategia de expansión monetaria de Bernanke que ha yugulado la crisis, evitando que la Gran Recesión se convirtiera en Gran Depresión, como en 1929. ¿Cómo? Inundando de liquidez al sistema, mediante sus tres paquetes de relajación cuantitativa (“quantitative easing”) y además a tipos de interés cero o cercanos a cero.
Como número dos de Bernanke ha defendido esos estímulos al crecimiento económico y por tanto a la creación de empleo. Sus tesis son que quizá habrá que reducir el ritmo de la expansión, pero en ningún caso drenar liquidez, recomprar activos (de bonos del Tesoro, de deuda hipotecaria y bancaria) al menos hasta que la recuperación de EEUU se convierta en verdadero relanzamiento. O sea, hasta que la inflación desborde el 2,5% y el desempleo baje del 6,5%: aún falta. Qué gusto, banqueros centrales hablando de parados.
Pues bien, esta heterodoxa no hace otra cosa que seguir la auténtica ortodoxia. La que obligó a la Fed, por la Humphrey-Hawkins Act, a asegurar “el crecimiento a largo plazo de los agregados monetarios compatible con el potencial de aumento a largo plazo de la producción nacional, a fin de cumplir efectivamente los objetivos de pleno empleo, estabilidad de precios y moderación de los tipos de interés a largo plazo”. Esa ley es de 1978 y llegó tras decenios de enormes y convulsos avatares, que prometo narrar en una próxima ocasión.
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