Reformas, ineficacias y corrupción
La reforma de las Administraciones debería hacerse con consenso político
Muchas veces he señalado la necesidad de reformar las Administraciones públicas como condición necesaria para alcanzar un crecimiento estable y duradero de la actividad económica. Al mismo tiempo, he advertido de la dificultad de hacerlo correctamente, al tener que ir necesariamente contra muchos de los intereses creados por la transmisión de poderes del Estado a las autonomías. Esta reforma debe alcanzarse con un consenso político amplio, aunque aun así parte de ella será muy difícil de implantar en la realidad. La reforma debería llevar a una mayor eficacia de las Administraciones públicas y a un control más riguroso de todas las actuaciones para, al menos, dificultar la corrupción, tan extendida durante la anterior etapa expansiva de la economía española.
Como demuestran los numerosos casos detectados por toda el territorio español, muchos de ellos incursos en procesos ante la Justicia, durante la etapa expansiva la corrupción ha anidado y se ha expandido desmesuradamente. Lo que antes podían ser delitos cometidos por algunos delincuentes aprovechados se ha convertido en prácticas habituales entre aquellos que gestionan importantes sumas de dinero público y privado (caso de las antiguas cajas de ahorros) y que, desde lo que consideraban impunidad, se han aprovechado personalmente recibiendo dinero y regalos a cambio de favores y prebendas como consecuencia de sus cargos, perjudicando con sus decisiones el correcto funcionamiento de sus instituciones.
Comenzando por las Administraciones Públicas —y aunque, como se dice en el informe elaborado sobre ellas, la Administración pública española no tiene un tamaño excesivo ni superior al de otras en Europa—, habría que conocer cómo se han contabilizado estas cifras, especialmente qué conceptos se han utilizado y cuál es el ámbito total que se ha contemplado en el análisis. Además de los funcionarios de todas las Administraciones (Estado, comunidades autónomicas y corporaciones locales), están los trabajadores laborales fijos y temporales, los contratados como autónomos que muchas veces suplen a los que deberían ser fijos y los numerosos asesores contratados en todas ellas, que son los que más rechazo producen en los ciudadanos. A todo ello habría que sumar los llamados organismos públicos que no están directamente incluidos en las Administraciones, muchos de ellos absolutamente ineficaces y que en muchos casos han multiplicado por 17 los existentes a nivel nacional.
Pero además del tamaño, es fundamental analizar la eficacia de la Administración. No se puede calificar a todos con el mismo rasero. Me consta que hay instituciones, funcionarios y trabajadores públicos que funcionan y que trabajan mucho y bien. Pero en muchos ámbitos de la Administración existen problemas de organización y de métodos de trabajo, dificultando innecesariamente el buen funcionamiento de las empresas y complicando la vida a los ciudadanos.
En primer lugar, sería necesaria una regeneración moral de los dirigentes públicos y privados
Para las empresas, durante años se ha hablado de la ventanilla única, y ahora se presenta como novedad cuando ya se inauguró hace años y, como reconoce el propio promotor de la idea, nunca ha funcionado. A los ciudadanos, para hacer cualquier trámite, se les piden papeles con información que ya está en poder de la Administración, aunque a veces en un ámbito distinto de la misma, lo que denota claramente la falta de transparencia entre las propias Administraciones. Y no hablemos de los errores en la información de la que dispone la Administración. El caso más actual es la Agencia Tributaria, hasta ahora una de las instituciones más prestigiosas por su eficacia a la hora de cobrar los impuestos y que, al menos hasta que se aclaren los motivos, es capaz de cometer errores que perjudican seriamente a los ciudadanos.
Aunque parezca difícil de relacionar, la ineficacia de la Administración y, sobre todo, los fallos en el control de los gastos públicos, es lo que permite la corrupción. Aunque existen leyes que marcan los procedimientos para asignar los gastos a las diferentes partidas presupuestarias, incluso los tipos de gastos que se pueden realizar, siempre ha habido abusos y malas prácticas. Pero quizás lo peor es el poder que tienen y no deberían tener los altos cargos para manejar, modificar y otorgar permisos, licencias y licitaciones de obras, dando cobijo a prácticas abusivas a favor de unos y en perjuicio de otros. De esto se derivan las comisiones y los regalos recibidos por algunos de ellos y que ahora se están viendo en los tribunales.
En el sector privado también existen estas corruptelas. Aún recuerdo cómo hace años en una institución bancaria se observó que algunos responsables de cuentas de clientes, que en su afán de servir a la empresa no se tomaba vacaciones que diesen lugar a su sustitución temporal, aplicaban prácticas corruptas en su trabajo que no querían que fuesen descubiertas. La mala gestión y las malas prácticas realizadas por directivos y responsables de las cajas de ahorros, donde se manejaban grandes sumas de dinero, han perjudicado seriamente a empresas y personas clientes de las mismas sin que de momento se hayan exigido responsabilidades a todos ellos. Todavía en este momento se llevan a cabo nombramientos sospechosos en entidades intervenidas con dinero público.
Siempre ha habido y habrá ladrones en la sociedad, pero debemos preguntarnos cómo ha sido posible la generación de tanta corrupción. En primer lugar, sería necesaria una regeneración moral de los dirigentes públicos y privados, pero ya que esto no es posible exigirlo por ley, debería asegurarse que a través de la aplicación y exigencia de las buenas prácticas y la transparencia en la Administración y las instituciones se ayude a evitar primero, y a detectar después, los casos sospechosos de mala gestión o malas prácticas, impidiendo la sensación de impunidad que se ha albergado en épocas anteriores. Posteriormente, la Justicia se encargará no solo de dictaminar e imponer multas y sanciones, sino que debería perseguir hasta el último euro robado para devolverlo a la sociedad.
Carmen Alcaide es expresidenta del Instituto Nacional de Estadística (INE) y analista.
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