Las facturas del paro total
Hay 1.900.000 hogares en España que tienen a todos sus miembros desempleados. Así es el día a día de una familia que vive en el alambre, golpeada por la pérdida múltiple del trabajo
Los actos más cotidianos de la vida de Carlos y Gema han dado un brusco viraje en estos tiempos de crisis. El día en que el paro entró por la puerta, el gasto superfluo salió por la ventana.
Cada vez que la pequeña A.se quiere bañar, su madre le dice que se deje de baños, que mejor una ducha rápida y, sobre todo, que no olvide poner el tapón de la bañera. La siguiente en ducharse es la propia Gema, que se baña con los pies a remojo y acumula así el agua de dos duchas rápidas; agua que es aprovechada para fregar el suelo de la casa.
La cuestión es reducir la factura del agua al mínimo imprescindible. Por eso también han decidido que lo mejor es fregar los platos una sola vez al día, al final de la jornada, por la noche. El friegaplatos se estropeó hace nueve meses y una reparación de 120 euros es ahora mismo un lujo que no se pueden permitir. Bastante les costó pedir ayuda a los padres para que se hicieran cargo de la factura de reparación de la cisterna, que ascendió a 60 euros.
La casa de Carlos y Gema es una de entre los 1.900.000 hogares españoles que tienen a todos sus miembros en paro, un indicador que no para de crecer, trimestre a trimestre, imparable, desde el año 2005. Un indicador que esconde dramas y muchas apreturas. Carlos y Gema tienen dos hijos: C., de trece años, y A., de ocho.
Carlos Javier Sanz tiene 43 años y lleva seis meses desempleado. Gema Martín tiene 39 y va camino del año y medio sin trabajar. Con los 639 euros de prestación por desempleo que recibe él y los 426 de la ayuda familiar que cobra ella salen adelante, pero haciendo malabarismos. Son plenamente conscientes de que hay mucha gente que lo está pasando mucho peor que ellos, pero no por esto dejan de prestarse a contar cómo es la vida de un español medio cuando el paro se presenta en casa. “Queremos que la gente se entere de cómo está la situación en los barrios de la zona sur de Madrid”, dice Carlos. “Hay muchas personas que están en la misma situación que nosotros”.
Son poco más de las siete de la tarde y A. sale de la clase de yudo vestida con su pequeño quimono y con un diploma en la mano. Le han aprobado el cambio de cinturón: de amarillo a naranja. “Pero hay que pagar 15 euros”, se queja Carlos, según va leyendo por la calle el papel que le ha entregado su hija. Esos 15 euros aparecerán, de eso no hay duda. Saldrán de donde tengan que salir. Para las cosas de los niños, la prioridad es absoluta, explica Gema, minutos más tarde, en el salón de su casa en Loranca, un barrio de Fuenlabrada, a las afueras de Madrid, en el que hace 15 años las huertas fueron sustituidas por altos bloques de ladrillo naranja, en gran parte, viviendas de protección oficial.
Carlos viene de una familia de sastres y la mayor parte de su trayectoria profesional se ha desarrollado en el sector de la confección. Gema ha picoteado más aquí y allá; su último trabajo fue de auxiliar de enfermería.
La ecuación es sencilla. Los ingresos son
Llevan 16 años viviendo en este piso. Se casaron para cumplir con los requisitos que les permitía optar a esta vivienda de protección oficial, por medio de una cooperativa, en 1997. En esos días gloriosos de finales de los noventa, no existían las estrecheces. Las 300.000 pesetas (1.800 euros) que juntaban entre los dos cada mes daban para mucho. “Los fines de semana nos íbamos de paradores, o a bungalós de montaña, no nos privábamos de nada”, recuerda Gema, sentada al borde del sofá, con un cigarrillo en la mano —el paquete diario que antes se fumaba ahora se lo raciona para que le dure tres días—.
Les quedan ocho años para terminar de pagar la hipoteca de su casa. Pagan 450 euros al mes. O sea, casi la mitad de lo que ingresan.
La ecuación es bien sencilla. Los ingresos son de 1.065 euros. Y los gastos fijos mensuales rondan los 1.400 (100 se van en gastos de comunidad de la casa; 300 en comida y gasolina con la tarjeta del supermercado; y luego están las facturas de gas, luz y agua). En esta familia, como en tantas otras que atraviesan esta situación, de manera esporádica aparece algún que otro trabajillo, como cuidar niños, que proporciona algún ingreso y ayuda a sobrellevar el día a día. Pero para salir adelante, no les queda otra que recurrir a la ayuda de los familiares y al arte de diferir el pago de los recibos. Una habilidad que Gema aprendió de una de sus vecinas.
La clave, cuenta Gema, es diferir el pago de uno de los recibos, el de la luz o el de la calefacción (que ya han conseguido reducir de 300 a 150 euros). “Juegas con las facturas”. Y se explica. Por ejemplo, llega el recibo de la luz y no lo pueden pagar. La factura se devuelve. La compañía emite una nueva y da unos días de límite antes de cortar la luz. Gema apura al máximo y con las tres semanas transcurridas, gana tiempo para que entre en la cuenta la prestación de desempleo, que llega el día 10 de cada mes. En fecha límite, acude a Correos y paga su factura. Justo a tiempo. Apurando.
También hay que apurar plazos con la compra. En la tarjeta del súper les cargan los 20 primeros días de cada mes, así que el 21 es el día en que se pueden soltar un poco la melena. “Yo me ciño a la lista de la compra”, dice Carlos arrastrando el carrito en una gran superficie cercana a su casa, “pero a ellas siempre les gusta picotear alguna cosa y llevarse unas galletitas o algo extra”, explica mirando a su hija y su mujer. “Alguna alegría hay que darse para el cuerpo, ¿no?”, replica entre risas Gema.
Ahora cuando te contratan no se fijan en tu formación. Solo les importa que tragues, y que tragues”, dice Gema
Carlos y Gema también se han convertido en expertos examinadores del etiquetado de los productos. Hay una zona del centro comercial en la que hay artículos más baratos, marcas blancas, productos a granel. Estudiando las etiquetas, tienen fichado un queso rallado en bolsa transparente que vale 0,69 y, otro, en otra zona del súper, de envoltorio más lujoso, y del mismo fabricante, que cuesta 0,80. Es el mismo queso, sabe igual. Pero uno tiene un envoltorio más pintón que el otro, y resulta más fácil de abrir.
Algo similar pasa con las naranjas. La bolsa de oferta cuesta 1,39 euros. Pero en esta zona de descuento, las de “categoría B”, que no van envueltas, cuestan 96 céntimos. “Hay gente a la que le da vergüenza pasarse por esta zona del súper por el qué dirán”, cuenta.
Gema confiesa que cuando va por el supermercado, los filetes de ternera, ni los mira. “Compramos mucho cerdo, que es más barato, y pollo. Y una vez al mes, merluza”.
Alguna que otra noche, a Gema y a Carlos no les ha quedado más remedio que cenar un bocadillo. Eso sí, sean cuales sean las estrecheces, procuran no faltar al ritual de llevar a sus hijos, una vez al mes, a comer al burger. Ese es el lujo que se permiten cada mes. Porque lo de salir como en los viejos tiempos es cosa del pasado: cuando Gema y Carlos salen a dar una vuelta, Gema se lleva una bolsa de pipas.
“En 2005, todos teníamos curro y vivíamos muy bien, hasta que explotó la burbuja y llegó la crisis”, explica Carlos a la vuelta de la compra. La cosa ha cambiado mucho. En el país, en su barrio, en su casa. A Carlos apenas le ha faltado un salario en los 25 años que lleva trabajando. Estuvo ocho meses en paro cuando cerró la fábrica de su padre, Sanz Moda, en el año 2000. Después de una trayectoria, fundamentalmente en el sector de la confección, ahora lleva siete meses sin trabajar. Su último empleo fue en una empresa de bricolaje de la madera.
Gema ha trabajado en más sitios. Ha sido teleoperadora, ha estado en servicios de limpieza, ha cuidado niños, a ancianos en residencias. Su último trabajo ha sido como auxiliar de enfermería.
Lleva año y pico enviando currículos a todas partes, y nada. Para ahorrarse gastos en envíos y fotocopias, confeccionó un currículo más sintético, en el que todo cupiese en dos páginas. En la última entrevista a la que acudió, la quisieron contratar como enfermera. Ella se negó. Es auxiliar de enfermería. No quiere poner inyecciones cuando no tiene titulación para ello y que luego puedan surgir complicaciones. “Ahora, cuando te contratan, ni siquiera se fijan en tu formación. Solo les importa que tragues, y que tragues”, manifiesta, indignada.
El drama del paro les rodea. Vecinos, familiares. Cada vez ven a más gente en su situación. Cada día hay más padres y menos madres recogiendo a los niños en el colegio. Son legión los extrabajadores de la construcción que se han quedado en la calle y dependen de lo que traigan sus mujeres a casa. “Poco a poco, estamos cayendo todos”.
Gema relata que cuando uno pasa por esta situación, de pronto hay muchos amigos que desaparecen del mapa. “Cuando te está fallando la gente, también te hundes. Te quedas encerrado en casa, con tus hijos, no sales porque no tienes dinero y todo son problemas”.
Son muchos los días en que se van a la cama pronto. Para no gastar.
“Cuando falta el dinero, vienen las crisis en las parejas”, explica. “Estás amargada, de mala leche y discutes más”. A pesar de todos los pesares, Gema está esperanzada con un trabajo de estampación de camisetas que le podría salir en breve, hasta septiembre.
Carlos también confía en que algo saldrá. “Tengo esa ilusión”.
Carlos y Gema sueñan con que el próximo invierno no sea tan duro como el pasado. Con que no haya que estar en el salón vestidos con los forros polares y con mantas para reducir la factura de la calefacción.
Vivir con 426 euros
Las cifras que acompañan al drama del paro son demoledoras. La última Encuesta de Población Activa, el mejor termómetro que existe para conocer la situación del paro, ofrecía el panorama de un país con 6.202.700 desempleados, el 27% de la población activa. Es esta encuesta la que reflejaba la cifra de 1.906.100 hogares en los que todos sus miembros activos están sin trabajar.
Situaciones como la de Carlos y Gema, que se prestaron a relatar su caso en el reportaje que acompaña a este texto, son comunes, pero hay muchos otros casos, considerablemente más duros, de familias que viven mucho más al límite, en los márgenes de la exclusión social, y con todos sus miembros en paro. En múltiples ocasiones se avergüenzan de contar la situación que están atravesando. “Hay una especie de sentimiento de culpabilidad”, explica Begoña Tardón, portavoz de Cáritas Segovia. Cada vez más gente de clase media llama a las puertas de esta organización que ayuda a los más necesitados, señala.
El caso de Miguel, por ejemplo, es duro. En su casa ya solo entran 426 euros cada mes. Los de la llamada renta activa de reinserción.
Miguel tiene 58 años y lleva en paro desde los 55, a excepción de un breve periodo de siete meses en que consiguió reinsertarse laboralmente.
Durante la mayor parte de su vida fue jefe de obra, y llegó incluso a trabajar como delegado en Castilla-La Mancha de una gran empresa constructora.
Está casado y tiene tres hijos, uno mayor de edad, y dos menores. Vive en una localidad del cinturón sur de la Comunidad de Madrid, en los alrededores de Madrid. Su mujer está en paro desde 2008.
Cuenta con la ayuda de su familia, que de vez en cuando hacen la compra. Sus padres son los que se encargan de adquirir la ropa para los críos. “En este país ya se está consiguiendo que las cargas las soporten los jubilados”, clama Miguel, indignado.
Uno de sus cuñados también está en situación de desempleo. Otro, en pleno proceso de un ERE en su empresa: “En este país están generando un ejército de parados para tener mano de obra barata”.
Miguel dedica sus días a llevar y traer a sus hijos al colegio y a enviar currículos. “Nadie te responde. Ahora para ser conductor te piden inglés y tener doctorado”, ironiza.
Está harto de la situación en la que está su familia y de la situación en la que está España: “Aquí no ha habido democracia ni la habrá. La única solución son las armas. O se sale a la calle y se echa a esta gentuza o no hay solución”.
Miguel cuenta que ya le tienen embargada hasta la herencia de su padre. Su casa ya ha sido subastada.
Confiesa que en momentos de desesperación, en aquel periodo de siete meses en que volvió a trabajar, cuando todo empezó a complicarse de nuevo, llegó a pasársele por la cabeza una idea horrible, tirarse por un barranco en la obra: “Por lo menos, así dejaba cubierta a mi familia”.
El drama de familias en las que todos sus miembros están en paro también causa estragos entre la comunidad inmigrante. Con el problema añadido de que en la mayoría de los casos la familia, esa red de apoyo fundamental en situaciones como esta, se encuentra a miles de kilómetros de distancia.
Eduard y Sandra tienen tres hijos, todos menores. Los dos están en paro.
Vinieron de Nigeria hace 14 años. Eduard, de 49 años, se quedó en paro en 2012. Trabajaba en el sector de la construcción.
Sandra, de 40, estuvo empleada en el servicio de limpieza en una gran superficie, pero el trabajo se acabó en agosto de 2011.
El único ingreso que entra en la casa es la ayuda de los 426 euros. Ya no tienen coche. Ya no pueden pagar el comedor de sus hijos en el colegio. A falta de redes familiares de apoyo, recurren a la ayuda de su congregación para conseguir salir adelante. “Hay veces en las que solo hay pan para comer”, dice Eduard, cabizbajo.
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