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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Crecimiento y deuda pública

José Luis Leal

En las últimas semanas se ha discutido mucho sobre la relación entre el crecimiento y la deuda publica a raíz de un artículo publicado en 2010 por dos economistas norteamericanos, Reinhart y Rogoff, en el que, tras analizar miles de datos, llegaron a la conclusión de que cuando la deuda pública superaba el 90% del PIB de un país, el crecimiento se frenaba drásticamente e incluso se tornaba negativo, y ello tanto en los países desarrollados como en los emergentes.

El artículo, y sus conclusiones, tuvieron un amplio eco y fueron abundantemente citados por personajes influyentes en la economía mundial como el secretario del Tesoro norteamericano, el comisario europeo responsable de la Economía o el ministro de Finanzas alemán.

Reinhart y Rogoff consultaron largas series históricas que llegaban en algunos casos hasta mediados del siglo XIX y establecieron unos tramos de deuda pública en porcentaje del PIB que iban del 0 al 30, del 30 al 60, del 60 al 90 y del 90 en adelante. En cada uno de estos tramos calcularon el crecimiento medio de los países durante el tiempo en que permanecieron en ellos y compararon luego los resultados. En líneas generales, lo que observaron fue un crecimiento medio del 3,7% en la primera categoría, del 3,0% en la segunda, del 3,4% en la tercera y del 1,7% en la última. Si en vez de remontarnos al siglo XIX se considera solo el periodo 1946-2009, la cifra correspondiente al último tramo reflejó una caída del PIB del 0,1%. De ahí concluyeron que el traspasar la barrera del 90% llevaba a una drástica reducción del crecimiento económico.

Pero sus resultados contenían fallos. En un artículo publicado en abril de este año, Herndon, Ash y Pollin demostraron que había errores en los cálculos y que la metodología utilizada contenía simplificaciones inaceptables en la ponderación de las tasas de crecimiento de los grupos de países. Por ejemplo, contaba lo mismo, a la hora de calcular la media, el que un país hubiera permanecido un solo año en un tramo de deuda que el que hubiera estado durante 20 años o más. Herndon, Ash y Pollin recalcularon los datos con una metodología más sólida y llegaron a la conclusión de que “los errores [de Reinhart y Rogoff] transforman la realidad de una modesta reducción del crecimiento en los países con niveles altos de deuda pública en una falsa imagen según la cual un porcentaje elevado de deuda pública entraña inevitablemente una fuerte reducción del crecimiento del PIB”.

Más que justificaciones académicas dudosas, lo que necesita la política económica de la eurozona es equilibrio y claridad

Merece la pena destacar algunos aspectos del problema. En los largos periodos considerados hubo guerras mundiales, coloniales o civiles, revoluciones, crisis (como la de 1929 o la actual) y otros fenómenos que dificultan las comparaciones y que pueden modificar en uno u otro sentido los resultados. Puede objetarse que en promedio, este ruido puede neutralizarse en la masa global de los datos, pero también es probable que reduzca su fiabilidad o al menos aumente el margen de error estadístico. Y también puede decirse que no está clara la causalidad: ¿es la deuda la que determina el crecimiento, o es el crecimiento el que determina la deuda?

En el caso de España hay razones para pensar que la causalidad ha actuado en los dos sentidos. En las primeras fases de la crisis, en 2008, se alzaron algunas voces para pedir una política presupuestaria expansiva con un doble argumento: por una parte, se pensó que la desaceleración o la eventual caída de la actividad sería de corta duración, por lo que se podría puentear la crisis; por otra, se dijo que la reducción de la deuda pública que había tenido lugar en los años de la burbuja inmobiliaria dejaba un margen para el endeudamiento. El primer argumento era menos convincente que el segundo, pero incluso este habría que matizarlo, ya que lo que era razonable desde el punto de vista económico podía no serlo en la interpretación de los actores políticos.

Antonio Muñoz Molina cuenta en su excelente ensayo Todo lo que era sólido cómo en una reunión de escritores con el anterior presidente del Gobierno (en 2004), este les dijo: “Hay dinero. Hay mucho dinero este año. Y el año que viene habrá más”. Es posible que este estado de ánimo influyera en lo que sucedió después: de 2007 a 2009 pasamos de un excedente en las cuentas de las Administraciones públicas del 1,9% del PIB a un déficit del 11,2%, un auténtico récord solo superado en dicho periodo por Islandia e Irlanda. Conocimos el Plan E y otros excesos que de poco o nada sirvieron entonces y que ahora pesan como una losa a la hora de devolver el dinero que entonces nos prestaron. En este caso, la causalidad parece ir del crecimiento a la deuda pública más que a la inversa.

Actualmente, sin embargo, es probable que la dirección de la causalidad sea la inversa. El incesante aumento de la deuda pública, que se aproxima rápidamente al 90% del PIB, limita nuestro crecimiento al obligarnos a una dura política restrictiva que solo ha conseguido reducir el déficit hasta el 7% del PIB en 2012, a pesar del importante coste social del esfuerzo realizado.

Es obvio que tenemos que desendeudarnos, ya que si no lo hacemos tendrán que hacerlo nuestros hijos, pues alguien deberá hacer frente a unas deudas que no desaparecerán por milagro. El problema consiste en el ritmo al que debemos hacerlo para no dañar, o dañar lo menos posible, el crecimiento. Hacerlo con un 26% de paro no es una tarea sencilla, pero se vería facilitada si los países que están en condiciones de crecer, especialmente Alemania, relanzaran sus economías y facilitaran de esta manera la tarea de nuestras empresas exportadoras, que, por otra parte, están haciendo un esfuerzo considerable tanto en la eurozona como en el resto de los mercados. Gracias a ello compensan parcialmente los efectos de la caída de la demanda interna que implican las políticas de ajuste.

En la situación actual, la salida de la crisis requiere pericia, reformas y solidaridad. Por el momento, nuestros gobernantes y los de la eurozona, con intereses políticos a menudo divergentes, no han conseguido encontrar un camino aceptable para todos que permita adelantar la salida de la crisis. Más que justificaciones académicas dudosas, lo que necesita la política económica de la eurozona es equilibrio y claridad.

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