Nuevos bancos centrales
Hay que fortalecer su legitimación política y social
La gravedad, duración y complejidad de esta crisis han obligado a la adopción de decisiones de política económica excepcionales, sin muchos precedentes. En mayor medida, las políticas monetarias desarrolladas en la casi totalidad de las principales economías han sido de tal calibre que están cercanas al agotamiento de su margen de maniobra; compras masivas de bonos públicos y tipos de interés de referencia en niveles próximos a cero son los exponentes más expresivos de las actuaciones de los principales bancos centrales.
Estas instituciones se han convertido en algunas economías en los principales protagonistas de la gestión de la crisis ensanchando hasta límites desconocidos sus funciones y, en todo caso, reconsiderando de forma significativa su actitud distante de las prioridades de los Gobiernos. La tradicional autonomía ganada en las dos últimas décadas por la que el objetivo de estabilidad de precios se había convertido en casi dominante, haciendo gala de su independencia de los Gobiernos, ha dado paso a un obligado activismo que está cuestionando su papel tradicional. Y también la necesidad de esa preservación de las influencias políticas. Es prioritario neutralizar las amenazas recesivas sobre las economías, sobre el bienestar de la población, en definitiva. No hay peor amenaza a cualquier forma de estabilidad que la prolongación de contracciones en el crecimiento y elevados contingentes de desempleo. Por eso es justificable hoy ese cambio de actitud.
Al inusual activismo en materia de política monetaria han acompañado actuaciones igualmente extraordinarias tendentes a preservar la estabilidad de los sistemas financieros. En el caso del BCE, esta crisis le ha terminado de conferir un papel originalmente no asignado en sus estatutos, la supervisión del sistema bancario de la eurozona, que dotará de mayor complejidad al funcionamiento de esta institución, aunque también de una mayor proximidad a la realidad. No son solo exigencias razonables derivadas de la particularización de la crisis en los sistemas bancarios y la conveniencia de fortalecer la unión monetaria mediante la conformación de una unión bancaria.
Todo ello ayuda a entender la renovada discusión entre académicos y profesionales acerca del futuro de los bancos centrales: de la vigencia de sus objetivos, del carácter de completa independencia, no precisamente operativa, frente a los Gobiernos, del tipo de escrutinio al que deben someterse y, desde luego, de la obligada rendición de cuentas. La presunción de que esa completa independencia deriva de las exigencias técnicas que han de satisfacer sus responsables es hoy tan cuestionada como la presunción de que sus tareas no son esencialmente políticas. Como en la amplia mayoría de las instituciones, sus decisiones tienen trascendencia distributiva, no son en modo alguno neutrales.
No es solo que la inflación haya dejado de ser el problema prioritario de las economías lo que ampara esa saludable revisión del papel de los bancos centrales. Se trata también de fortalecer su legitimación política y social a la luz de circunstancias distintas a las vigentes hace más de dos décadas, cuando la extensión de la fe ciega en la capacidad de asignación de los mercados iba pareja a la desconfianza en los Gobiernos. Ha de ser la mejora de la capacidad de estos, más que su progresiva sustitución tecnocrática, la que ampare las lecciones que aporta esta crisis.
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