EE UU espera en vano
Después de una dura campaña electoral cuyo coste superó holgadamente los 2.000 millones de dólares, para muchos observadores los cambios en la política estadounidense no han sido para tanto: Barack Obama aún es presidente, los republicanos todavía controlan la Cámara de Representantes y los demócratas mantienen su mayoría en el Senado. EE UU afronta un precipicio fiscal: aumentos en los impuestos y recortes en el gasto automáticos a partir de principios de 2013, que muy probablemente llevarán a la economía a una recesión a menos que se logre un acuerdo bipartidista sobre una alternativa fiscal. ¿Podría haber algo peor que una parálisis política ininterrumpida?
De hecho, la elección tuvo varios efectos saludables más allá de mostrar que el gasto corporativo desenfrenado no puede comprar una elección y que los cambios demográficos en Estados Unidos pueden condenar al extremismo republicano. La campaña explícita de los republicanos en algunos Estados para privar del derecho al voto a ciertas personas —como en Pensilvania, donde intentaron dificultar que los afroamericanos y latinos se registrasen para votar— resultó contraproducente: quienes vieron sus derechos amenazados encontraron motivos para entrar en acción y ejercerlos. En Massachusetts, Elizabeth Warren, una profesora de derecho de Harvard e incansable defensora de reformas para proteger al ciudadano común de las prácticas abusivas de los bancos, ganó un escaño en el Senado.
Algunos de los asesores de Mitt Romney parecieron desconcertados por la victoria de Obama: ¿no se definían las elecciones con los temas económicos? Confiaban en que los estadounidenses olvidarían que el afán desregulador de los republicanos había llevado a la economía al borde de la ruina, y en que los votantes no hubiesen notado cómo su intransigencia en el Congreso había evitado la implementación de políticas más eficaces tras la crisis de 2008. Los votantes, supusieron, se centrarían solo en el malestar económico del momento.
El país necesita un sistema financiero que sirva a toda la sociedad en vez de funcionar como un fin en sí mismo
Los republicanos debieron prever el interés estadounidense por cuestiones como la quita del derecho al voto y la igualdad para ambos sexos, pero no lo hicieron. Si bien estos temas están en el núcleo de los valores del país —lo que implica para nosotros la democracia y los límites a la intromisión gubernamental en las vidas de las personas—, también son cuestiones económicas. Como explico en mi libro El precio de la desigualdad (Taurus), gran parte del aumento de la desigualdad económica en EE UU puede atribuirse a un Gobierno en el cual los ricos tienen una influencia desproporcionada —y la usan para afianzarse—. Obviamente, cuestiones como los derechos reproductivos y el matrimonio homosexual también tienen grandes consecuencias económicas.
En términos de política económica para los próximos cuatro años, la causa principal de celebración poselectoral es que EE UU ha evitado medidas que hubieran impulsado al país hacia la recesión, aumentado la desigualdad, impuesto más penurias a los mayores e impedido el acceso al cuidado de la salud a millones de estadounidenses.
Más allá de eso, esto es lo que los estadounidenses deberían esperar: una ley sólida de empleo —basada en inversiones en educación, atención sanitaria, tecnología e infraestructuras— que estimule la economía, restablezca el crecimiento, reduzca el paro y genere ingresos impositivos que superen a sus costes con un amplio margen para mejorar la posición fiscal del país. También pueden esperar un programa de vivienda que finalmente se ocupe de la crisis de las ejecuciones hipotecarias.
Además, es necesario un programa integral para aumentar las oportunidades económicas y reducir la desigualdad: su meta será eliminar durante la próxima década el dudoso honor estadounidense de ser el país avanzado con la mayor desigualdad y la menor movilidad social. Esto implica, entre otras cosas, un sistema impositivo justo, más progresivo y que elimine las distorsiones y los vacíos legales que permiten a los especuladores pagar impuestos a tasas efectivas menores que las que deben afrontar quienes trabajan para ganarse la vida, y que los ricos usen las Islas Caimán para evitar pagar la contribución que les corresponde.
En ausencia de un sólido liderazgo estadounidense, los problemas globales de larga alcance continuarán enquistándose
Estados Unidos —y el mundo— también se beneficiaría de una política energética que reduzca su dependencia de las importaciones, tanto por un aumento de su producción local como por la reducción del consumo, y que reconozca los riesgos que implica el calentamiento global. Además, la política de ciencia y tecnología estadounidense debe reflejar que los aumentos a largo plazo en los estándares de vida dependen del crecimiento de la productividad, que refleja el progreso tecnológico que supone cimientos sólidos en la investigación básica.
Finalmente, EE UU necesita un sistema financiero que sirva a toda la sociedad en vez de funcionar como un fin en sí mismo. Eso significa que el foco del sistema debe desplazarse de los intercambios especulativos y las negociaciones de autocartera a los préstamos y la creación de empleo, algo que implica reformas en la regulación del sector financiero y de las leyes antimonopolio y de gobierno corporativo, junto con la cohesión necesaria para garantizar que los mercados no se conviertan en casinos manipulados.
La globalización ha llevado a que todos los países sean más interdependientes y requieran una mayor cooperación mundial. Podríamos esperar que EE UU muestre un mayor liderazgo en la reforma del sistema financiero global abogando por una regulación internacional más fuerte, un sistema de reserva mundial y mejores formas para reestructurar la deuda soberana; en ocuparse del calentamiento global; en democratizar las instituciones económicas internacionales, y en proporcionar asistencia a los países más pobres.
Los estadounidenses deberían esperar todo esto, aunque no soy muy optimista sobre las probabilidades de que lo obtengan. Es más probable que EE UU continúe con sus enredos: aquí otro pequeño programa para los estudiantes y propietarios en dificultades, allá el final de los recortes impositivos de la era Bush para los millonarios... pero sin una reforma impositiva completa, recortes importantes en el gasto en defensa ni progresos significativos sobre el calentamiento global.
Con la crisis del euro, que probablemente continuará incólume, el continuo malestar estadounidense no augura nada bueno para el crecimiento mundial. Lo que es aún peor, en ausencia de un sólido liderazgo estadounidense, los problemas globales de larga alcance —desde el cambio climático hasta las urgentemente necesarias reformas del sistema monetario internacional— continuarán enquistándose. De todas formas, debemos estar agradecidos: es mejor seguir en el mismo lugar que avanzar en la dirección equivocada.
Joseph E. Stiglitz, premio Nobel de Economía en 2001, es catedrático de la Universidad de Columbia.
© Project Syndicate, 2012.
Traducción de Leopoldo Gurman.
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