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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Crisis y conciencia social

Santiago Carbó Valverde

Cada vez que las cosas se ponen algo más feas, cada vez que se anuncia un nuevo recorte o que el paro o los desahucios aparecen como tristes manifestaciones sociales de la delicada situación por la que atraviesa España, arrecian las críticas contra los economistas. A ellos se atribuyen las recetas que no acaban de aportar soluciones definitivas contra la crisis. Asumiendo la cuota que corresponde a esta profesión dentro de las culpabilidades (que son ampliamente distribuibles), la primera obligación que tiene un economista es la de transmitir que esta crisis no se puede resolver de forma rápida, y que la actividad y, sobre todo, el empleo, se van a recuperar lentamente. Lo importante es empezar ese camino, porque aún no ha empezado. También parece evidente, pero se olvida con demasiada frecuencia, que en España y en otros muchos países esas recetas deben pasar por un tamiz institucional complejo con muchos, a veces demasiados, condicionantes políticos. Asimismo, parece que en el contexto actual se producen demasiados juicios de valor y divisiones forzadas y aparentemente exclusivas. Por ejemplo, parece que solo puede existir la austeridad a ultranza o el abandono total de la misma, o las políticas intervencionistas frente a las liberales. Todo ello es lógico fruto de un ambiente social de aflicción. Y en medio de este lógico entorno de desconsuelo, a uno le da por pensar que buena parte de la solución está ahí, en la sociedad española, y que esta crisis va a dejar, además de mucho dolor, un aprendizaje valioso que puede ayudar a cambiar las cosas.

Alguien podría sugerir que otras crisis de gran magnitud no cambiaron mucho las cosas, pero esta es la primera gran crisis (porque la de principios de la década de 1990 no resulta comparable) en una democracia asentada (la de la década de 1970 coincidió con el comienzo del periodo democrático) y en la que muchos españoles están aprendiendo, opinando y razonando sobre cómo hemos llegado a esto y cómo podríamos evitar que volviera a suceder. En este entorno de aprendizaje y lógica reivindicación, si algo pueden hacer los economistas es aportar independencia y didáctica a sus contribuciones, alejándose de extremismos, en los que nunca ha estado la solución a los problemas en ninguna experiencia histórica. Del dolor y el aprendizaje deberá crecer una superación de tres elementos que dificultan la recuperación de la crisis y, sobre todo, su prevención en el futuro: la erradicación de algunas falacias más o menos arraigadas, la conciencia de sociedad civil reivindicativa y un mayor aprecio por los sistemas de incentivos desde un umbral amplio de solidaridad.

La erradicación de algunas falacias es tal vez la tarea de más corto plazo, y solo el tiempo contribuirá a poner las cosas en su sitio. Es falaz, por ejemplo, sugerir que la austeridad es “completamente equivocada”. En términos de economía doméstica, esto equivale a pensar que una persona endeudada hasta las cejas pudiera seguir endeudándose sin problema y que más deuda le ayudaría a recomponerse, crecer y afrontar sus compromisos financieros. También es errónea la austeridad a ultranza. En el caso de España, como país que necesita sí o sí financiación exterior, lo que se precisa son plazos más razonables para que, en mitad del esfuerzo de consolidación fiscal, la economía no se ahogue y acabe estando tan saneada como yerma. No son tanto las condiciones como cuándo y cómo aplicarlas, para que el esfuerzo apriete, pero no ahogue.

La meritocracia y los incentivos tendrán que arraigarse y tendrán que hacerlo a todos los niveles públicos y privados

Otra falacia extendida es aquella que sugiere que se pueden cambiar las reglas a mitad del partido. La polémica desatada estos días con los desahucios es un buen ejemplo de ello. Resulta imperioso y es una cuestión de justicia social que algunas personas en situaciones especialmente desfavorables y desgraciadas no pierdan acceso a una vivienda. Pero lo que no puede hacerse es pensar que ahora se pueden tomar medidas como la dación en pago con carácter retroactivo porque eso, simplemente, se cargaría buena parte del sistema de garantías del sector bancario. Y en esta crítica que todos los días se extiende hacia los bancos habría que recordar más a menudo que su dinero es nuestro ahorro y, por tanto, cada vez que se pide que los bancos asuman toda la factura se está apuntando hacia ese ahorro. El tema de los desahucios es un buen ejemplo de la necesidad de prevenir en lugar de curar. Si pensamos que estas situaciones no deben producirse, debemos cambiar las normas a futuro y asumir qué implica cambiar esas normas, ya que probablemente el acceso a la vivienda y a la financiación hipotecaria estaría más restringido en el futuro de lo que lo estuvo antes de la crisis.

Otro ejemplo de falacias es el de esperar resultados muy a corto plazo de las reformas, y en especial, de la laboral. Fuimos muchos los economistas que apoyamos una reforma laboral que era más completa que la que se ha puesto en marcha y que pensamos que la falta de completitud puede tener importantes costes. Pero la mezcla de esas carencias con los duros datos de desempleo a corto plazo tiene un coste más allá de que sean efectivas o no (que es lo más importante en todo caso), y es el de que la sociedad pierda la fe en las mismas y, de paso, achaque a los economistas y sus propuestas los resultados de una reforma que no es la que muchos proponían.

La segunda gran cuestión para pensar en una sociedad española más preventiva y exigente respecto a la economía es el impulso de la conciencia de sociedad civil reivindicativa. En este punto, es perceptible que los ciudadanos se van a volver más exigentes con esta crisis y van a pedir a los políticos, a las instituciones y a sí mismos más responsabilidad. En todo caso, para que esa conciencia se extienda de forma efectiva es preciso que se ayude a los ciudadanos a comprender dónde deben estar los elementos de juicio. Así, por ejemplo, tendemos a votar a un alcalde o a cualquier otro cargo público bajo criterios distintos de los que lo haríamos para un gestor de nuestras cuentas o de nuestras empresas. En este sentido, factores como la deuda de un ayuntamiento, de una comunidad autónoma o un país nos parece poco importante a la hora de evaluar la gestión y decidir, en consecuencia, nuestro voto. Pues bien, baste pensar en los esfuerzos que se exigen ahora a España para entender la importancia del rigor en la gestión. También es preciso contar con una conciencia generacional, algo que siempre ha existido, pero cuya necesidad puede acrecentarse ahora. Baste pensar que la factura de la resolución de la crisis la están pagando principalmente dos generaciones de españoles a los que, aparte de ese coste, les va a ser difícil acceder a los prometidos beneficios del Estado de bienestar. Y el Estado de bienestar es posible, porque lo ha sido y puede seguir siéndolo, pero se manifiesta también la necesidad de que la ciudadanía tome conciencia de lo que cuesta mantenerlo y de cuánto se aporta y cuánto se recibe de ese sistema. Sin más corresponsabilidad, olvidémonos de él.

Por último, la tercera y también muy importante cuestión es que en la sociedad española se haga cada vez más importante el gusto por los sistemas de incentivos. El Estado de bienestar —un logro tremendo de la sociedad española que no debe perderse— y la conciencia de seguridad que transmite tienen también sus desventajas, y es que a veces se tiende hacia un excesivo igualitarismo y a un desprecio del mérito y la capacidad. La meritocracia y los incentivos son una cuestión, en buena medida, cultural, y conforme la sociedad se hace más exigente —y la española lo hará— esos incentivos tendrán que arraigarse y tendrán que hacerlo a todos los niveles públicos y privados. Y junto a ellos, la erradicación del fraude, como un mal que constituye una injusticia social de primer nivel en España. En este camino, es preciso establecer un nivel de solidaridad inquebrantable compatible con esos incentivos porque la igualdad de oportunidades puede ser un objetivo, pero nunca es una realidad completa.

Santiago Carbó Valverde es catedrático de Economía y Finanzas de la Bangor Business School e investigador de Funcas.

 

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