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Columna
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Reflexión copera

En fútbol, los partidos de Copa son una fábula moral: parece que el débil puede ganar al fuerte. Pero es un espejismo: el débil ni siquiera ha ganado al mediano. Extraña que esta evidencia no conmueva las entrañas sociales. Aquí se juegan cientos de millones de euros cada año, el sueldo de miles de futbolistas de todas las divisiones y, con ellos, la suerte de miles de familias.

La selección de los jugadores de fútbol se realiza sin garantías legales, más grave aún ante los sueldos astronómicos de ciertos privilegiados. ¿En dónde se decide el acceso de algunos al césped? ¿Se observan los principios de mérito, capacidad, igualdad y publicidad? Seguro que el liberalismo salvaje permite que los dirigentes de esas sociedades anónimas favorezcan a sus hijos y allegados. Es necesario un control riguroso de las alineaciones. Unos cuestionarios tipo test, con el debido control sindical, sería el único modo de que saltaran al campo los que de verdad lo merecen, y no los favorecidos por el nepotismo y el interés de los de siempre.

El fútbol demanda reformas. No es de recibo que esté en manos privadas. Hay que garantizar el acceso a las gradas en condiciones de igualdad. Basta ya de que al estadio sólo acudan los que más ganan y los que más tienen. Conviene recordar que vivimos en un país con cinco millones de parados y que el discurso dominante insiste en que no sólo la educación, la sanidad y las pensiones pertenecen al Estado, sino también el agua, la energía, las chuches, la cultura. La cultura merece un aparte. Algunas restricciones (recortes, en la fabla) han recibido la airada respuesta de artistas que subrayan un peligro inminente: la existencia de ciudadanos de primera y de segunda, según puedan pagar o no sus cotizados versos y comedias. En mi opinión, el deporte (una forma de cultura, quién lo discute) no debe quedar al margen de esa luminosa política igualitaria. Las cuotas de socio en el equipo más cercano ascienden a 700 u 800 euros anuales. ¿Son esos precios públicos? Vivo cerca del estadio y puedo ver las consecuencias: sólo los ricos van al campo.

Es necesario poner coto a estos excesos y terminar con las sangrantes diferencias salariales entre, por ejemplo, el Athletic y el Mirandés. Una intervención de la Hacienda foral deviene inevitable. Es indignante que por realizar el mismo trabajo, por arrancarse el mismo sudor, unos cobren tanto y otros tan poco. Las gradas, atestadas de millonarios, no perciben esta sangrante realidad, no saben que detrás hay familias, sueños y esperanzas. Los ricos que van al fútbol prefieren ignorar la atrocidad de este mercado desregulado, basado en la ambición y la codicia. Presiento que a esta denuncia se sumarán mareas populares, aunque ni Hassel, ni Stiglitz, ni siquiera Paul Krugman, hayan dicho "esta boca es mía". Una tasa Tobin para los traspasos, sí, y aquí paz y después gloria.

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