Dictadores sin impunidad
¿Cuál es el momento adecuado para pedirle cuentas a un dictador por sus crímenes? La imagen de Slobodan Milosevic o de Hosni Mubarak respondiendo a las preguntas de jueces a los que antes despreciaron resulta reconfortante y ayuda sin duda a cerrar heridas del pasado. Pero ¿qué pasa cuando el empeño por hacerles pagar las culpas a dictadores o criminales de guerra dificulta una salida menos violenta o más rápida?
El pasado domingo el autócrata yemení Ali Abdulá Saleh dejaba su país, oficialmente para seguir un tratamiento médico en Estados Unidos, amparado por una ley que le garantiza su inmunidad. Esta ley había sido aprobada un día antes por el Parlamento, con el voto de fieles pero también de algunos detractores, para dar salida a la crisis que hace un año que mantiene al paupérrimo país hundido en una espiral de violencia y represión. Representantes de Naciones Unidas y de organizaciones como Human Rights Watch se apresuraron a condenar la impunidad obtenida por los responsables de la sangrienta represión. Nada garantiza que Saleh no vuelva de nuevo, como hizo tras su exilio saudí, ni que su partido no gane en 2014 las elecciones. El tiempo dirá si el traspaso de poder será el primer paso de una transición que cierre la crisis y lleve al país a la senda de la paz, la unidad y la democracia, o si servirá para que los culpables se parapeten en sus posiciones de poder y eludan rendir cuentas por su represión criminal.
La mejor receta contra la impunidad es un sistema político y jurídico sólido para poder saldar cuentas
Cuando un Estado tiene el grado de madurez institucional suficiente para garantizar un juicio justo y ajeno a presiones políticas, debe ser el propio país quien juzgue a los responsables de crímenes de Estado. A partir de los juicios de Núremberg a los jerarcas nazis, la comunidad internacional se ha ido dotando de instrumentos para castigar acciones que superan esta capacidad del Estado. Desde 2002 está en marcha la Corte Penal Internacional, que actualmente investiga crímenes en cinco Estados africanos. También las justicias nacionales de otros Estados han tomado cartas en asuntos que trascienden su ámbito territorial. El caso Pinochet es el más conocido en esta radical transformación internacional, que debería acabar con la impunidad para que ningún dictador, criminal de guerra o torturador pueda volver a dormir tranquilo.
Sin embargo, la lucha contra la impunidad no puede hacerse a cualquier coste, en particular allí donde intentan hacer justicia a las víctimas puede complicar la solución de un conflicto todavía abierto. Algunos casos recientes deberían hacernos reflexionar. Véase, por ejemplo, la ironía que representa que la antigua ministra de Exteriores israelí, Tzipi Livni, no pudiese viajar a Londres como líder de una oposición relativamente moderada durante dos años a causa de una orden de arresto de la justicia británica por la actuación de Israel en Gaza, mientras Netanyahu y Lieberman defienden a sus anchas sus postulados mucho más extremistas. O el caso del presidente Al Bashir de Sudán, contra quien pesa una orden de arresto de la Corte Penal Internacional, pero con quien no cabe más que hablar de la evolución política de Sudán y la resolución de los contenciosos pendientes en Darfur y la frontera con Sudán del Sur; cada vez que Al Bashir participa en encuentros bilaterales y multilaterales, a menudo, junto a jefes de Estados parte de la Corte, la autoridad de esta queda debilitada. En Libia, la pronta emisión de una orden de arresto para Muamar el Gadafi y su hijo Saif el Islam enterró toda posibilidad de compromiso con el régimen y de solución pactada del conflicto. Ello convenía al discurso belicoso alimentado por París, Londres y Doha con aquiescencia de Washington, discurso que tildó cualquier apertura del régimen libio de mera tomadura de pelo y fijó la derrota militar como única alternativa aceptable. El violento final de Gadafi fue un mal augurio para el nacimiento de una democracia libia.
Yemen se enfrentó el pasado fin de semana a la disyuntiva entre avanzar a costa de prometer impunidad o continuar con el enfrentamiento. Su Parlamento, que es parte interesada, apostó por renunciar a hacer justicia para intentar salir de la larga crisis. Los demócratas yemeníes, ahora presos del desaliento, no deberían ignorar las lecciones que ofrecen casos como el de Pinochet en Chile, la Junta Militar en Argentina o los protagonistas del golpe militar de 1980 en Turquía, en los que la justicia tardó décadas pero la inmunidad acabó cediendo. La mejor receta contra la impunidad es que el país construya un sistema político y jurídico con la solidez imprescindible para saldar sus cuentas con quienes abusaron de él durante años mediante procesos con todas las garantías, juicios que demuestren la solidez de la nueva democracia y certifiquen así el fracaso final del dictador.
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