El árbol de la vida
China está más cerca de Francia que de Chile. Después de largos años, recuerdo diferentes experiencias francesas relacionadas con China. Me tocó presenciar, en décadas pasadas, un periodo de descubrimientos, de búsqueda, de contrastes. Hace poco, en el Museo del Louvre, visité una extraordinaria exposición de la Ciudad Prohibida de Pekín. Es una muestra de encuentros entre Occidente y el misterioso y remoto Imperio del Centro. El centro del mundo conocido del siglo XVI, del siglo XVIII: China. Desde el punto de vista de los chinos, se entiende. Hasta allí llegaban los viajeros europeos: religiosos, exploradores, diplomáticos. Jesuitas franceses y alemanes dibujaban caballos en paisajes de bambúes, de canales y fuentes, de cielos desleídos. En la sala del trono vemos un sistema de campanas, de instrumentos musicales desconocidos: hay materiales pulidos, diferentes especies de piedras, que producen sonidos rituales, ceremoniales, al ser rozados por mallas metálicas. Las bases del trono, de los campanarios, son animales mitológicos. Y la mitología se reproduce en los impresionantes trajes imperiales, en los cascos negros y dorados, fabricados con cueros finos recubiertos de pintura lacada.
Que China ayudase a Europa y EE UU a salir de la crisis sería algo nunca visto, comparable a un Plan Marshall
Latinoamérica está mejor que nunca. Quizá allá pueda sobrevivir el Estado de bienestar
Recuerdo ahora el primer viaje, exploratorio, cultural, diplomático, de André Malraux a China. La llegada de los primeros embajadores chinos a Francia. Las relaciones entre China y Chile, por ejemplo, se conversaron y convinieron en París, en la Embajada chilena, durante la presidencia de Eduardo Frei Montalva. China se encontraba entonces en periodos de terror revolucionario: la política de las Cien Flores, el Gran Salto Adelante, la Revolución Cultural. Nombres que más bien servían para esconder que para definir. Pero manejaban la diplomacia como una política de Estado, como reflejo de los intereses permanentes de la nación, no como la acción de Gobiernos pasajeros o de ideologías no menos pasajeras. De ahí que las relaciones, una vez establecidas, no fueron rotas, ni siquiera suspendidas, a través de las crisis del Chile moderno.
Me tocó asistir a un almuerzo copioso, exótico, sorprendente, en el que un viejo embajador chino, compañero del presidente Mao, del Gran Timonel, invitaba a un grupo chileno a celebrar el gran evento: el intercambio de misiones diplomáticas entre Pekín y Santiago. La cortesía de nuestros anfitriones era tan extraordinaria como su gastronomía. Comenté después el asunto en una reunión privada, en mi casa de esos años, y una mujer joven, de cultura, que formaba parte del universo editorial de la época, perteneciente a una familia de antigua aristocracia germánica, me dijo la siguiente fra
-se literal: "Soy una mao" (Je suis une mao). "¿Y sabes lo que te pasaría si estuvieras ahora en Pekín?". Ella contestó que sabía perfectamente, e hizo un gesto de cortarse el pescuezo. Pero lo aceptaba con gusto, como expiación de sus pecados de mujer privilegiada.
Eran las manifestaciones de la Revolución Cultural en Francia. Me acuerdo de jóvenes maoístas que mostraban el Libro Rojo de Mao en los pasillos del aeropuerto de Orly. Lo hacían con movimientos sincopados, de gimnastas o acróbatas, y el movimiento conjunto adquiría un viso de irrealidad, algo cercano a un delirio. Desde luego, las políticas delirantes son altamente peligrosas. Algunos ya lo sospechábamos, pero más tarde se supo de forma irrefutable.
Me atrevo a pensar que China tocó fondo en materia de ensayos sociales revolucionarios. El gran cambio moderno, producto de la dura experiencia anterior, comenzó hacia 1978 con el Gobierno de Deng Xiaoping. Me acordé en estos días del almuerzo de hace 34 años; ocurrió en una cena frente a una mesa giratoria llena de fuentes de todos los colores y las formas imaginables. Era una alta autoridad china que quería escuchar opiniones de un grupo de embajadores acerca de la crisis europea. Al final me dijo en inglés, en voz baja: no me extraña que exista crisis cuando se trabajan siete horas diarias durante cinco días a la semana.
Era como decir: se acabaron las teorías, entramos en el terreno de las duras realidades. La crisis del euro y del dólar inquieta, sin la menor duda, a los dirigentes de la China moderna. Es una crisis de sus principales clientes, de los compradores de sus productos. Y podría ocurrir que China, con sus enormes reservas, que corresponden a gran parte de la liquidez monetaria occidental, ayude a Europa y a Estados Unidos a salir de la coyuntura actual. Sería algo nunca visto en la historia moderna, quizá comparable a un Plan Marshall chino.
Por mi parte, pienso que habría que analizar con cuidado el comentario de mi anfitrión, pronunciado mientras se levantaba de la mesa bien servida para tomar un avión a Pekín. Europa trata de mantener en forma simultánea su desarrollo económico y su sistema avanzado de protección social. Nosotros admiramos este modelo de sociedad y nos gustaría mucho poder imitarlo. Pero el modelo entró en su etapa más peligrosa y nadie sabe si podrá sobrevivir. Nosotros esperamos que sobreviva y que podamos aplicarlo en la América hispana. Al fin y al cabo, allá somos expertos en crisis: hemos pasado por todas y estamos, quizá, mejor que nunca en nuestra historia, pero no sabemos por cuánto tiempo. Si nos salvamos contra toda teoría, con la ayuda de grandes potencias emergentes, tampoco nos opondremos en nombre de especulaciones ideológicas. Podríamos recordar, a este respecto, a uno de los grandes maestros del corazón central de Europa: gris es la teoría, pero verde es la rama del árbol eterno de la vida.
Jorge Edwards es escritor.
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