Año que empieza, año que termina
Un año da paso a otro, como si hicieras una raya, con lápiz y cartabón, en el transcurso del tiempo. Hoy, 31 de diciembre, se certifica una más de esas convenciones ideales, abstractas, que dividen y subdividen el tiempo en unidades. Es una especie de cuadrícula ordenada, predispuesta para entender la realidad, para explicarla.
Los hombres pretenden que el tiempo sea mensurable, siquiera cuarteando su fluir según frecuencias numéricas, en analogía con las categorías espaciales. Pero ese empeño cientifista está condenado al fracaso: el tiempo, en mi opinión, es literario. Vaya, que el tiempo no es de ciencias sino de letras. El tiempo es un fenómeno tan inaprehensible que la única aproximación posible es humanística: uno se pone a medirlo y sólo logra, a duras penas, ordenar un poco nuestra vida, confirmar la dictadura del reloj. Exacto: legitimar los horarios. Y nada más.
El tiempo en realidad es algo muy distinto: un magma pringoso, untuoso, que adquiere formas imprecisas y se mueve como un animal invertebrado, como un pulpo que se filtra por desagües y rendijas. Metidos dentro del tiempo (salvo Uno, no hay nadie fuera de él), la conciencia personal va decayendo, se pierde, se precipita, se despeña lentamente, como en una ciénaga donde no es posible hacer pie. El tiempo no se puede observar con plantillas ni microscopios, ni siquiera con el metro de modista de mi abuela. Si acaso, podemos aludir a él con un caldo batido miles de veces, donde todo no sólo se confunde, sino algo mucho peor: donde todo se pierde. Menos mal que podemos figurarlo a través de ese otro recurso, a veces curiosamente exacto, que se llama lenguaje: una herramienta que nos dignifica y nos resume, y ante la cual la ciencia enmudece, de pura inseguridad.
Sí, el tiempo como algo viscoso, adhesivo y espeso, el tiempo como monstruo de película de terror de serie B, sebo que va licuándose, trágica plastilina que engulle cruelmente, más que nuestra carne, nuestro frágil pensamiento. Cuando estas líneas vean la luz faltarán muy pocas horas para que 2011 ceda el paso a 2012. Este arbitrario fenómeno vendrá acompañado por una desesperada y atosigante deglución de uvas sin masticar (Qué torturante es a veces la tradición) y la consiguiente detonación de toda clase de petardos. Sinceramente, no sé qué cara poner cuando llega el nuevo año. Decir que hoy empieza algo es tan absurdo como haberlo dicho el pasado siete de noviembre o decirlo el próximo quince de febrero. Me gustan los febreros, por cierto, quizás por ser tan breves, sin que esto denuncie ninguna querencia de orden suicida: febrero también es una abstracción aventurada.
Olviden todas estas tonterías. No se amarguen. Después de todo, se acerca una espléndida ocasión para distraer la conciencia con lenitivos espirituales de alta graduación. Feliz 2012. O lo que demonios sea eso.
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