Europa sin Gran Bretaña
Tras días marcados por los efectos del veto de David Cameron sobre la posición de Reino Unido en Europa y sobre la estabilidad de la coalición que le hizo primer ministro, conviene hacerse una pregunta complementaria: ¿cómo sería la Unión Europea si Gran Bretaña se alejase definitivamente de su centro? Los que ven en este país con profundos instintos euroescépticos un caballo de Troya que, desde el mismo momento de la adhesión en 1973, ha complicado enormemente cada paso integrador, podrían recibir el veto (un recurso al que ningún primer ministro británico, ni siquiera Margaret Thatcher, recurrió) como un alivio, la oportunidad de oro para dejar de lado a este socio incómodo cuando las circunstancias lo requieran sin perderle para el Mercado Común. Pensar así sería ignorar las aportaciones pasadas y el potencial futuro de Gran Bretaña en la UE, y ser tan miope como los ahora exultantes euroescépticos británicos.
Muchas políticas de la UE serían muy distintas de como las conocemos sin la contribución británica
A pesar de sus posiciones críticas que han dificultado no pocos avances, hay que recordar las contribuciones cruciales de un país que, en palabras del analista Charles Grant, "animó a la UE a mirar hacia afuera y ver la globalización más como oportunidad que como amenaza". Desde la cooperación al desarrollo hasta el Espacio Europeo de Investigación, muchas de las políticas e iniciativas comunitarias serían muy distintas de como las conocemos sin contribución británica. Sin ella, cuesta imaginar que la UE se hubiese animado a romper monopolios nacionales con poder enorme, como las compañías telefónicas o las aerolíneas de bandera. Sin Gran Bretaña la UE no solo pierde peso militar, académico y financiero, sino también un país que ha demostrado capacidad de innovar en políticas públicas y organización administrativa muy por encima de sus socios continentales. Y ¿en qué posición global quedaría el Espacio Europeo de Educación Superior si le restamos Oxford, Cambridge y el resto de universidades británicas?
Gran Bretaña es un país de euroescépticos, pero también de algunos de los más brillantes, apasionados y efectivos defensores de la Unión Europea. Al ataque constante de la eurofobia nacionalista se oponen el rigor de algunos de los mejores columnistas y medios de comunicación, partidos de un europeísmo militante como los liberal-demócratas, analistas y académicos de primera línea en estudios europeos, y ciudadanos y ciudadanas (mayoritarios en Escocia, pero muy presentes y activos también en el resto de la geografía británica) con un compromiso europeo reforzado justamente por la feroz crítica a la que hacen frente. Los políticos británicos proeuropeos, algunos (Ken Clarke, Chris Patten) en el propio Partido Conservador, han articulado argumentos y formulado discursos sobre la construcción europea que superan ampliamente en calidad y profundidad a los de la mayoría de políticos que en países como el nuestro salen en defensa de una Europa unida.
Salir del atolladero en el que nos encontramos no será fácil, pero si para hacerlo nos dejamos en el camino a Reino Unido, podemos encontrarnos en el futuro con problemas mayores. Siendo la City de Londres una parte tan importante e influyente de la economía británica, cuesta imaginar que cualquier Gobierno de ese país tenga la suficiente independencia para regularla poniendo por delante el interés general. En esto la UE puede y debe ayudar al Gobierno británico, sobre todo teniendo en cuenta que Gran Bretaña representa el 36% de la industria mayorista de la banca de la UE y el 61% de las exportaciones netas de servicios financieros internacionales. Aislar a la City de la economía europea sería un desastre para ambas partes, dejarla sin regular ya hemos visto a donde nos lleva.
En el Consejo Europeo los líderes de los tres Estados cruciales negociaron con la mirada fija en el retrovisor, hacia sus partidos y su base electoral, y no hacia el porvenir de Europa, más preocupados por demostrar que tuvieron razón en el pasado que por los efectos futuros de sus decisiones. Sarkozy, con la vista puesta en las presidenciales, quería mostrarse duro ante la industria financiera, pero lo que realmente necesitaba era un cortafuegos ante la crisis de la deuda; Merkel pretendía imponer el dogma de su partido (que no de Alemania) en política fiscal, y en el lance salvar tanto a pequeños bancos regionales como a pesos pesados en la cuerda floja como Commerzbank, el segundo del país; Cameron se presentó ante su base conservadora como paladín de la soberanía nacional, pero apareció ante el resto del país y de Europa como un mal lobista de la City londinense. Todos consiguieron su objetivo declarado, ninguno su objetivo real. Gran Bretaña seguirá en Europa, pero pronto empezaremos a echar en falta su presencia en foros fundamentales. Mientras tanto, millones de europeos atónitos nos preguntamos quién se ocupa de reactivar la economía y devolvernos a la senda de la creación de empleo.
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