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El siglo XXV: una hipótesis de lectura

Vicente Molina Foix

En el segundo capítulo de Verano, novela biográfica en la que J. M. Coetzee escribe sobre sí mismo a través de personas, reales o figuradas, que le retratan y le maltratan, una de ellas, Julia, mujer casada que habría tenido con él una belicosa historia de amor, relata al biógrafo ficticio que hace las entrevistas una de sus muchas discusiones con John (Coetzee), en este caso sobre literatura. John le dijo en cierta ocasión, según cuenta Julia, que a la gente del futuro "tal vez seguirá gustándole leer libros que estén bien escritos", a lo que la mujer le respondió: "Eso es absurdo. Es como decir que si construyo una buena radio en miniatura la gente seguirá usándola en el siglo XXV. Pero no lo harán. Porque las radios en miniatura, por bien hechas que estén, para entonces serán obsoletas. No le dirán nada a la gente del siglo XXV" (cito por la traducción de Jordi Fibla, Mondadori, 2010). La discrepancia entre los amantes culmina con la exclamación del hombre, entre arredrado e irónico: "Tal vez en el siglo XXV aún habrá una minoría que sentirá curiosidad por escuchar cómo sonaba una radio en miniatura de fines del siglo XX". La mujer se muestra taxativa, usando para esos posibles seres del futuro dos demoledores calificativos: "Coleccionistas, aficionados".

El libro 'físico' añade al acto de leer un componente sensual y sentimental
La piratería ya está enfilando sus naves hacia el cargamento escrito

Aumenta por doquier el número de lectores de libros electrónicos, de dispositivos ad hoc y de grupos editoriales o empresas tecnológicas que ofrecen a este nuevo público hijo de su tiempo la posibilidad de descargarse, legal o ilegalmente, novelas y hasta ensayos o poemas. La piratería, ese heroísmo de la vida moderna que acabó fraudulentamente con el disco de música y la cinta fílmica, ya está enfilando sus naves sin bandera hacia el cargamento escrito, pero tal latrocinio no es el asunto que aquí trato hoy. Como en toda iniciativa osada y debatida, el libro electrónico cuenta también, además de la patulea de los corsarios, con un creciente número de paladines bienintencionados que, siendo alguno de ellos proveedor de la propia materia legible, confiesa sin rubor no ya la comodidad sino la infinita superioridad de este nuevo modo de leer los libros que nos gustan, los pasados, los presentes y los todavía por escribirse en cualquier esquina del mundo. El último defensor de esa causa ha sido un admirado novelista (y amigo), Jorge Volpi, al que me gustaría replicar su artículo Réquiem por el papel (colgado en su blog de El Boomeran, pero antes publicado en papel, o al menos leído por mí en papel en esta misma sección de EL PAÍS hace pocas semanas).

El argumento de Volpi en favor del e-book trasluce el consuetudinario optimismo de quienes, desde una atalaya cerrada al déjà vu, avistan un inédito territorio de progreso y anuncian al resto de los mortales la buena nueva:"Una transformación radical de todas las prácticas asociadas con la lectura y la transmisión del conocimiento (...) la mayor expansión democrática que ha experimentado la cultura desde... la invención de la imprenta". Y en razón de ese imparable progreso Volpi ve a los actuales editores, impresores, correctores de pruebas, distribuidores y libreros como vates o practicantes de una religión supersticiosa y regresiva que las avanzadas corrientes de la creencia progresista confinarán al basurero (o bueno, a las polvorientas estanterías) de la historia. Imagen recurrente en el texto volpiano es la de los copistas medievales, aquellos monjes de buena letra que pasaban las horas muertas practicando un arte, el de la caligrafía y la iluminación, que a su vez murió con la llegada de las prensas y otras formas de producción en serie del libro. Persistir en la fabricación o lectura del libro impreso en papel sería, así pues, un gesto empecinado de nostalgia, una labor de ilusos, o, sacando de nuevo a colación a la articulada Julia Frankl de Verano de meros coleccionistas o aficionados, es decir, amateurs.

Como quiero poner mis cartas sobre la mesa, digo antes de seguir que yo soy las dos cosas, amateur del libro y coleccionista, aclarando al tiempo que mi coleccionismo libresco, empezado en la primera adolescencia y proseguido con incluso mayor afán en la segunda o quizá ya tercera madurez, se basa en la curiosidad y la promesa de una inmediata o futura prestación, no en la incunabilidad, si bien la edad, la amistad y la muerte habrán convertido seguramente algunos de esos libros de mi biblioteca en ejemplares valiosos. O no tanto, si aceptamos el universo fantacientífico que nos pinta Volpi, con las grandes bibliotecas, muchas de ellas verdaderas obras de arte en sí mismas, transformadas en "distribuidores de contenidos digitales temporales para sus suscriptores". Qué grima da esa perspectiva, comparada con la de pasar una tarde amena en la sala de lectura de una public library bien provista y cómoda, que no tiene por qué tener la grandiosidad de la sala principal de la Nacional de Madrid o la del Trinity College en Dublín, por citar dos ejemplos cimeros.

Amenidad, proximidad, sensualidad. Espacio real. Parece como si Volpi y quienes como él rechazan la coexistencia del e-book y el libro de papel olvidaran o desdeñaran la función complementaria que las cosas y los gestos desempeñan en nuestra vida, para ensancharla. Su dictamen: "Tanto para el lector común como para el especializado, el libro electrónico ofrece el mejor de los mundos posibles: el acceso inmediato al texto que se busca por medio de una tienda online", me parece reduccionista y en cierta medida falsificador de la realidad. Olvida por ejemplo el autor de En busca de Klingsor que en países como India, China y algunos de los que conozco en el continente africano, el precio de los ejemplares en las lenguas propias de cada lugar, pero también de los allí editados (legalmente) en inglés o francés, es notablemente inferior al de los que se venden en Occidente, y por ello bastante asequible para el comprador local, estando por otro lado muy limitada la capacidad de acceso electrónico, por no hablar de la de suscribirse a refinados programas digitales. Son además frecuentes, en vastas extensiones de ese pujante y no tan pujante Tercer Mundo, los apagones y desconexiones de energía, que dejarían en un limbo sideral esas galácticas tiendas online del idílico paisaje anticipado por Volpi.

Pero hay otros valores que me sorprende no ver reconocidos por un escritor de su fuste. Volpi parece solo primar la necesidad, la eficacia y la prontitud, nociones sin duda muy útiles para los estudiantes y los estudiosos, una parte, menor o mayor, del cuerpo universal de los lectores. Leer por gusto, para matar el rato y así ganarse tal vez la eternidad, ha sido siempre el motivo de esa búsqueda de la felicidad y el conocimiento que es la lectura, y como en todos los actos humanos innecesarios o superfluos -a la vez que trascendentales- el acompañamiento personalizado, irrepetible (aunque tu ejemplar sea uno entre un millón que otros desconocidos leen en ese momento), fungible, de un libro físico, añade al acto de leer un componente sensual y sentimental infalible. El tacto y la inmanencia de los libros son, para el amateur, variaciones del erotismo del cuerpo trabajado y manoseado, una manera de amar tradicional que, justo es reconocerlo, no pocas personas rechazan, prefiriendo el contacto sexual con aparatos, figuras de holograma y voces pregrabadas, lo que antes se conocía como telephone sex y pronto será, no lo dudo, digital sex, seguramente operado, como la telefonía móvil de alta gama, sin manos.

Al final de su artículo el novelista mexicano anima a superar, para que la revolución del e-book "se expanda a todo el orbe", la nostalgia del libro, comparándola con la que podrían haber sentido los lectores medievales al ver Las muy ricas horas del duque de Berry. Pero ese maravilloso trabajo de iluminación de un libro de horas, encargado por un noble y compuesto en el taller de los Limbourg en torno a 1410, fue un ejemplar único, y pocos seres vivos de la época pudieron sentir nostalgia y menos aún tocar con sus dedos tan refinada y elitista obra de arte. Filigranas como aquella siguen produciéndose hoy, ilustradas por artistas contemporáneos, pero naturalmente los aficionados al papel nos conformamos con comprar por menos de lo que cuestan un par de copas, bautizar con el nombre propio, anotar al margen, dedicar a veces, alinear en nuestra pequeña o grande biblioteca unas palabras impresas que no se apagan nunca, aunque eso sí, tienen la misma costumbre que sus dueños. Envejecen, y pueden un día dejar de vivir.

Vicente Molina Foix es escritor.

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