Un día en la plaza
Mi abuelo materno tenía fama de culo inquieto. Ninguno de sus siete hijos nació en la misma casa, y era incapaz de vivir más de un par de años bajo el mismo techo. Así, sus periplos por la ciudad le llevaron de aquí para allá, sin rumbo fijo. Dicen que yo me parezco a mi abuelo. En los últimos 10 años me he mudado de casa siete veces. Cuando un paisaje se repite demasiado me entra una angustia indefinible, como si en vez de un paisaje tuviese la fotografía de un paisaje frente a mi ventana. Pero en Poble Sec creo haber encontrado la horma de mi zapato. Soy vecino de la plaza de la Canadenca, un espacio tan cambiante que muta según la hora del día. Así pues, he decidido convertirme en notario de tanto ajetreo.
Desde donde estoy se huelen las hormonas sueltas en el ambiente
Salgo por la mañana temprano, compro el periódico y me siento en un banco junto a las Tres Marías, las famosas chimeneas que nos guardan desde las alturas. A esta hora todavía se desperezan algunos mendigos que han pasado la noche aquí, bajo los mismos soportales de la compañía de la luz que horas después serán hogar para grupos mixtos de adolescentes. La mañana es de los ancianos que juegan a la petanca y de los jóvenes que recorren la plaza sobre un skate haciendo piruetas y carreras, y dándose trompazos. Les preside como un tótem la pared de los grafitis, uno de los pocos rincones de la ciudad donde está tolerado este arte callejero.
Con el mediodía llegan los niños. Son de todas las procedencias, pero se entienden bastante bien entre ellos. Juegan al fútbol o dan vueltas erráticas con bicicletas, patinetes y triciclos. A estas horas, un grupo de indigentes me ha localizado. Me ven tomando notas de vez en cuando, parapetado en mi periódico, y no saben qué pensar. Uno de ellos se acerca y me pide un cigarrillo; se lo doy. Les parezco inofensivo y se relajan; poco después ya he dejado de interesarles. Ahora la plaza se divide en microcosmos excéntricos. Un dúo de boxeadores latinos se entrena con guantes y protección, formando corrillos de curiosos. En la salida a la calle de Vila i Vilà hay un grupo de adolescentes gitanos, dos guitarras y unas rumbas de Peret sabidas a medias. No parece que se aburran.
Cuando vuelvo de comer el lugar está muy tranquilo. Es viernes y la vecina calle de Cabanes está habitada por musulmanes, que esperan a entrar en su mezquita. Muchos van vestidos de fiesta y llevan a sus hijos, que intentan escaparse a jugar al críquet. Los partidos de la comunidad india y paquistaní son interminables; ni poniendo mucha voluntad termino de entender este deporte. Con el paso de la tarde, los soportales de Endesa se han poblado de adolescentes sudamericanos que, como sus homólogos del resto del planeta, solo parecen interesados en flirtear. Desde donde estoy se huelen las hormonas sueltas en el ambiente.
Hoy toca concierto y los músicos ensayan con sus instrumentos. Vuelven los skaters, los niños, las madres, los hip-hoperos, los jubilados, los del críquet, el fútbol, las bicicletas, los patinetes, el equipo municipal de limpieza, los adolescentes, los transeúntes y algún turista despistado. Unos se detienen y miran, otros caminan distraídos. Solo mis amigos indigentes -ya me llevan pedidos cuatro cigarrillos- y yo permanecemos en el mismo sitio. Con la noche vemos llegar a grupos de hombres solos, vestidos con blusones largos y turbantes verdes, que vienen de rezar. Hablan despacio y son parcos en gestos. Al fondo, el escenario preparado para el rock & roll da el contraste a la escena.
Me voy cuando empieza el jaleo. La juventud acude y yo subo a casa, a escribir esta crónica. Tengo tiempo de sobras. Total, hasta que acabe el concierto no voy a dormirme.
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