El Valle de la infamia
El Valle de los Caídos se construyó, gracias a un decreto de 1940, con la voluntad de celebrar la victoria de Franco, significar la vinculación de su gesta con la ideología nacionalcatólica y convertir en héroes y mártires de la llamada Cruzada a los vencedores de la Guerra Civil. Cuanto hay allí obedece a ese designio y consagra simbólicamente a un régimen dictatorial. Una sociedad democrática difícilmente puede convivir con un monumento que glorifica la ignominia. En su construcción participaron, además, muchos presos políticos capturados tras la victoria de Franco.
En 1958, un año antes de su inauguración, una orden ministerial obligaba a que se sepultara allí a cuantos habían muerto en la guerra, ya fueran rebeldes o leales. Así que en el Valle de los Caídos están enterrados más de 33.847 españoles, combatientes y víctimas de los dos bandos.
El informe encargado a un grupo de expertos para resolver el difícil encaje entre la exigencia democrática de terminar con los símbolos de la dictadura y el deseo de rendir homenaje a las víctimas inhumadas en el Valle de los Caídos se ha entregado esta semana al Ejecutivo en funciones. Sus propuestas, que pretenden convertir el complejo monumental en "un lugar de memorias compartidas", no dejan de ser un alambicado ejercicio para remediar lo que tiene difícil arreglo. Las recomendaciones más polémicas, la de sacar de allí los restos de Franco y la de quitar cualquier protagonismo a José Antonio Primo de Rivera, son muy sensatas. Lo que resulta en verdad una tarea titánica es darle un nuevo significado a ese adefesio colosal, pues exigiría no solo la aprobación de la Iglesia, sino un amplio consenso social y una considerable inversión: solo 13 millones de euros en arreglar el deterioro del complejo. A eso habría que sumar lo que costarán las intervenciones destinadas a cambiar el significado del lugar, que en el fondo es el verdadero desafío. Corregir las infamias de la historia no siempre es una tarea viable.
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