Huida en el Orient-Express
Somos 7.000 millones de seres humanos. Bruselas cifra en 106.000 millones la recapitalización de la banca europea. Twitter pasa en 10 meses de 100 a 250 millones de tuits al día. Instagram, la aplicación para tratar y difundir fotos, supera los 11 millones de usuarios en un año. YouTube abrirá 100 canales con contenido exclusivo. El 93% de los españoles considera que la situación del país es mala.
Una vez cada 620 minutos, alguien que le rodea siente unas profundas ganas de gritar.
En el hotel Goring, una joyita de estilo barroco eduardiano en el centro de Londres, muy cerca del palacio de Buckingham, el check-in se hace tranquilamente en una coqueta salita amarilla con butacas de terciopelo y grandes ventanales a un jardín privado. Piden amablemente al viajero que deje las prisas atrás, o metidas en la maleta, ni siquiera en el equipaje de mano. Sobre la mesita, una elegante tarjeta azul marca las claves a los recién llegados a este mundo de otro mundo. No pide un dress-code determinado, sino una actitud: "Los salones del Goring son un lugar para su relax y les pedimos que nos ayuden a preservar el sentido de la tranquilidad de nuestros huéspedes. Por favor, desconecte su móvil, deje que nosotros nos ocupemos de su ordenador, guarde todos sus papeles de trabajo y negocios, siéntese y descanse".
Ya en Victoria Station, los privilegiados viajeros tratan de evitar la realidad
Provoca un nudo este presumido y decadente tren, a 70 kilómetros por hora
El pianista teclea sin parar, como un autómata, temas románticos, como 'Titanic'
Qué lejos queda Palladio... cada uno ha de inventarse su propio Orient-Express
El hotel Goring expresa bien lo que la selecta sociedad británica entiende por exclusividad. Desde que abrió en 1910, siempre ha estado gestionado por la misma familia, que ha sabido mantener el más puro estilo inglés y ambiente de las sinuosas sesiones de té con pastas. Fue uno de los primeros hoteles del mundo que ofrecieron calefacción central y baño completo en cada habitación. Uno de los rincones predilectos de la reina madre para reunirse con sus amistades. Y la pasada primavera fue el exquisito lugar elegido por Catalina Middleton para pasar su última noche de soltera y salir vestida de novia para casarse con el príncipe Guillermo. Este detalle le ha dado una notoriedad evidente en los últimos meses que le podría haber abalanzado por el alud de lo comercial y masivo, pero ellos prefieren continuar con su ensimismada cadencia británica de praderas, terciopelo y grandes retratos al óleo; así, lo que destacan es que en la remodelación de algunos salones ha participado David Albert Charles Armstrong-Jones Viscount Linley, sobrino de la reina.
Todo resulta armónico en el Goring, desde los colores de los salones y las bandejas de cup-cakes hasta la tamizada luz que llega desde el jardín con cuidada pradera festoneada con grandes árboles; todo dispuesto para apaciguar el ritmo. La sensación que prologaba la tarjetita azul índigo se prolonga en la cama; meterse en ella es como introducirse en una nube, gracias a la generosísima cantidad de almohadones y de plumas por arriba y por abajo que la esponjan.
¿Pero por qué estamos aquí y así?
Comienza de esta manera un viaje de glamour decimonónico. Una travesía en el espacio, pero sobre todo en el tiempo, que nos alejará del vértigo de esta sociedad globalizada e hipercomunicada, a veces hasta la saturación. Hoy día puede haber muchas experiencias emocionantes, intensas, pero la de cambiar absolutamente la marcha de la existencia y pisar el freno hasta retroceder a los tiempos previos al avión resulta sin duda una de las más diferentes y placenteras.
Al entrar en la habitación del Goring, los interruptores de la luz proponen cuatro posiciones: bright, calm, cosy y ooh!
Sí, pongamos por una semana nuestra vida en ambientación cosy (acogedora), evitemos destellos que nos deslumbren.
Estamos aquí, en esta salita amarilla sin móviles ni ordenadores ni cámaras digitales, en esta nube, para contar cómo es uno de los viajes que ofrece Orient-Express, empresa creada en los años setenta y que retoma el nombre mítico de finales del siglo XIX-principios del XX para recuperar muchos de sus vagones art déco y convertir el tren en el eje de su amplia propuesta de caras y cuidadas huidas de una sociedad atropellada y apelotonada.
Solo decir el nombre, Orient-Express, ya resulta toda una declaración de intenciones.
En Victoria Station, el cosmopolita hormiguero de pasajeros apresurados se acelera con una manifestación de trabajadores, grupos de encapuchados que desde los disturbios del verano levantan aún más inquietud, y decenas de enormes policías intentando imponer respeto.
Los privilegiados viajeros que nos embarcamos este domingo otoñal en la experiencia Orient-Express recorremos un lateral de la estación londinense intentando esquivar esas presencias rugosas y abruptas, como si encapuchados y policías no pertenecieran a nuestro mismo mundo, como si estuviéramos tratando de desdoblarnos a otra dimensión. Como si estuviéramos... Sí, eso es, huyendo de la realidad. Como si, después de pasar por las nubes del Goring, quisiéramos estirar el sueño hasta más allá de lo posible.
La primera etapa del viaje la realizamos en el British Pullmann, el equivalente inglés al Orient-Express, formado por viejas glorias de los ferrocarriles de primera clase del país, rescatadas ahora por la misma empresa. Art déco en estado puro. Viajamos en el vagón Cygnus, diseñado en 1938 y cuyo currículo luce con hazañas como la de servir en el funeral de Winston Churchill. Debe su nombre al extraordinario mosaico con un cisne en el suelo del baño. Phoenix, de 1927, decorado con extraordinarios trabajos de marquetería que representan flores, fue uno de los preferidos por la familia real y sirvió para transportar a altos mandatarios en visitas oficiales a Inglaterra, incluyendo al general De Gaulle en 1960. En Vera, un dije de los años treinta lleno de saltarinas gacelas, el príncipe Carlos realizó su primer trayecto en un tren eléctrico en 1954; como muchos de los otros, al retirarse de las vías fue comprado por un particular; en este caso, la señora Deborah Turner, quien lo usó como casita de invitados para el jardín de su vivienda en Suffolk.
Fuera, la intemporal jugosa campiña inglesa de grandes prados con ovejas. Dentro, es domingo y el brunch, que comienza con un cóctel Bellini, ocupa casi las tres horas largas a bordo del British Pullmann, entre Londres y Folkestone West, al suroeste, para cruzar el Canal. Conocemos a algunos de nuestros compañeros de viaje...
Jennifer viaja sola. Es una elegante mujer australiana en la sesentena que se acondiciona el pelo en un estiloso recogido; ha querido ponerse nostálgica recorriendo de nuevo la vieja Europa y recordando el grand tour que realizó hace 32 años con su marido y sus dos niñas pequeñas: España, Francia, Italia, Alemania, Grecia, Yugoslavia... Durante cuatro meses. En caravana. Ahora lo disfruta, pero no puede evitar miradas perdidas y sonrisas tristes. Por la comparación.
¡Ah, el grand tour!, aquel viaje iniciático que se puso de moda entre los jóvenes británicos de las clases acomodadas en los siglos XVII y XVIII, que duraba desde varios meses hasta varios años y que suponía una inmersión en la cultura clásica del continente como complemento a la educación de saberes y valores y como antesala a la etapa adulta y el matrimonio. El distinguido antecedente del moderno turismo.
Escribió Goethe (1749-1832) en Viaje a Italia: "Particularmente la historia se lee aquí de manera muy diferente a como se hace en cualquier parte del mundo. En otros lugares se lee desde fuera hacia dentro; aquí parece que se lee desde dentro hacia fuera, todo se va acumulando a nuestro alrededor y vuelve a surgir de nuestro interior".
Sí, Jennifer se siente de nuevo como en el grand tour, pero en un decisivo y melancólico trance otoñal. Probablemente de ahí sus silencios en el brunch del British Pullmann.
Alina y John son ingleses, de Southampton, tienen también en torno a los 60 años, y están aquí, en estos raíles y en estas páginas, por el miedo de ella a volar, pero también por su resistencia a no seguir descubriendo maravillas y acumulando experiencias que contar, ella tan locuaz, a sus amigas. Hace tres años hicieron la ruta del Orient-Express que pasa por Viena y Cracovia. Han decidido repetir.
Caroline y Martin rondan ya los setenta; viven en el campo, en la isla de Jersey. Caroline reconoce que se encuentra tan a gusto en su casa, que la disfruta tanto, que por eso no viajan muy a menudo. Además, su perrita Dolly ha cumplido ya 17 años, y les echa mucho de menos cuando se van. Este es el regalo de Navidad que Caroline le hizo a su marido el año pasado. Las próximas Navidades irán con todos sus hijos y nietos a esquiar a las montañas suizas.
Nos hemos montado en la anacronía. Los cubiertos de plata y la coqueta y casi cursi lamparilla de tela burdeos en primer plano dibujan un disonante contrapunto cuando cruzamos áreas industrializadas, nudos de carreteras o grandes hipermercados y aparcamientos a las afueras de las ciudades. Cuando llegamos al Eurotúnel, para cruzar el canal de la Mancha, llega otro choque con la tecnológica realidad. Son treinta minutos sin gacelas brincando en las paredes de maderas nobles. Dos horas con autobús y demoras antes de dar continuidad al sueño de la irrealidad.
En Calais espera, atildado, el Venice Simplon-Orient Express, con una vistosa representación de la tripulación a pie de la escalerilla para dar la bienvenida. A bordo, 192 viajeros más 42 personas para atenderlos (todos hombres, menos una mujer, la coordinadora).
"Me acompañan otros pasajeros como la señora de Wellesley que escribe para el Atlantic Monthly; un armenio de cabeza en forma de huevo (...) y un hombre muy alto y canoso, con aspecto de trabajar para la Standard Oil, que tiene una pequeña panza en forma de medio balón de fútbol, un tipo que se considera capaz de calibrar a la gente de un solo vistazo y que se pasa el día escribiendo ridículos versos sobre sus viajes...", escribió John Dos Passos en Orient Express (el autor norteamericano de Manhattan Transfer realizó el viaje completo del convoy hacia Oriente en 1921).
Ridículos versos sobre sus viajes... A uno le entran dudas sobre si todas estas líneas no resultarán vacías, pomposas, un decadente viaje exterior e interior... ¿A quién, con la que está cayendo, le puede interesar que le cuenten un glamour de cristales de Lalique, mosaicos de cisnes en el suelo del baño y gacelas brincando sobre maderas nobles, mientras fuera la crisis nos atenaza, en España se contabilizan casi cinco millones de parados y los indignados salen a la calle en todo el mundo? La realidad es la de los encapuchados y commuters de Victoria Station más que la de la pequeña Alina que tiene miedo a volar, la de la pausada Caroline y su perrita Dolly, la de Jennifer y su nostalgia del grand tour con un marido que la dejó por una mujer más joven...
Pero también necesitamos soñar, susurra a las neuronas alguien. Quizá Goethe o Palladio o Canaletto... Es el sueño de escapar, de huir e intentar construir otras trayectorias donde las líneas del horizonte vital sean suaves y no picudas ni quebradizas, donde no hay una palabra más alta que otra, donde no hay prisas ni aturullamiento ni estandarización, donde apenas, como marcó aquella tarjetita azul del Goring, vemos en toda la semana a alguien conectado con el siglo XXI... Todo vuelve a surgir de nuestro interior, suave, apacible y desperezándose como en la trayectoria del larguísimo meandro de un río importante.
Nos subimos al Orient-Express, y la enorme sonrisa y el resplandeciente traje azul de Rupert, el encargado de nuestro vagón, nos espera con un cóctel Bellini. Oh, el cóctel Bellini será ese otro gran compañero de viaje, más animado, a veces incluso más terrenal, que John y Alina, Martin y Caroline.
¡Emprendemos la marcha! Huele a frenos y carbón.
"A través de la puerta abierta puedo descifrar una inscripción de bronce en el costado oeste del coche cama, Compagnie Internationale des Wagons Lits et des Grands Express Européens. Una ráfaga de aire húmedo me golpea el rostro de vez en cuando, trayéndome un olor a barniz, a enganches y ejes engrasados, un aroma a distancia y despedida que evoca a un niño muy pequeño tembloroso bajo la marquesina del apeadero de un lugar cualquiera al sentirse apremiado a subir a un tren nuevo, grande y reluciente. Un tren recién pintado y barnizado que desprende un olor como el de las pelotas de goma nuevas, los juguetes de hojalata o las máquinas de coser, y que está siempre a punto de arrancar pero que no arranca nunca. Nosotros sí que vamos a partir. La locomotora emite un prolongado pitido" (John Dos Passos, Orient Express).
Emma Longton no puede reprimir unos grititos de emoción. "¡Uh, uh, nos vamos!". El resto la mira. Quizá Emma sea demasiado real y terrenal. Había estado tanto tiempo acariciando este momento... Tantas resonancias en la mente de viejos e inspiradores trenes de truculentos episodios, de lo mejor y peor, lo más instintivo y lo más creativo y lo más cruel de la naturaleza humana... Extraños en el tren, de Patricia Highsmith; El tren de Estambul, de Graham Greene; El gran robo del tren, de Michael Crichton; El guardavías, de Charles Dickens; Una novela no escrita, de Virginia Woolf; El viaje, de Julio Cortázar; Nunca llegarás a nada, de Juan Benet... Contaba José María Guelbenzu en Babelia su preferencia en la literatura sobre raíles por un libro, Corto viaje sentimental, de Italo Svevo: "Una breve novela que cuenta el viaje de un sesentón de Milán a Trieste para resolver un negocio. En el compartimento donde viaja trata a diversas personas que le abren la mirada hacia zonas desconocidas hasta entonces, de los otros y de sí, estableciendo un juego entre su inseguridad y su estrecha visión del mundo y su deseo de orden y de dominio de la situación. Es un viaje de iniciación al revés: donde debería haber un joven abriéndose al mundo hay un viejo sorprendido por su propia inhabilidad vital, sus prejuicios y su candidez".
Jennifer se acomoda, sola, en su coqueto compartimento.
Un tren que está siempre a punto de arrancar, pero que no arranca nunca. Como muchas vidas. Hace un nudo la sensación de este legendario y presumido y decadente tren que, a una velocidad media de 70 kilómetros por hora, nos arranca de la apresurada realidad y nos arrastra a través del plácido campo francés, mientras va cayendo la oscuridad y las torres de las iglesias vigilan a las vacas. No es cómodo, resulta angosto el compartimento. Sí, tiene el encanto de las maderas nobles, del lavabo con tapa que se convierte en mesa, del armarito con el vaso y el cepillo para los dientes, con el espejo y el enchufe donde chirría y desconcierta el iPhone. Pero el espejo resulta impertinente, indiscretamente interrogador...
Tras la cena de lujo a las ocho, si regresas a la estrecha cabina, no lo puedes evitar: o miras a la cara, bien cerca, a los ojos, a tu pareja, o al espejo, a ti mismo, de frente, o al gran ventanal que proyecta la noche... Y apenas duermes, traqueteado por el movimiento, los ruidos, las luces y los pensamientos... A la vez que una sensación plácida, te acorrala ese sentimiento de que tu grand tour personal no acaba de arrancar. Pasas por estaciones iluminadas, pero cada vez más vacías, y buscas tontamente si hay alguien esperando a alguien para abrazarse.
Quizá debiera enviar un tuit. 140 caracteres, como esta frase, para saber que hay alguien, para asegurarme de que al otro lado del espejo-pantalla hay alguien más que yo...
Esperando una respuesta.
Quizá por eso, porque el angosto compartimento te ofrece un incómodo espejo de ti mismo o del otro o una melancólica visión de estaciones lánguidas, el piano-bar del Orient-Express está siempre lleno, y los bloody-mary emborronan la visión y los sueños, y una mujer con estola-de-pieles-blancas y un arrugado vestido largo de gasa gris perla se desmorona en la butaca con una mueca de esto-no-arranca, y el pianista, como un autómata, teclea sin paradas temas románticos, como Titanic, y acciona su brillante sonrisa cada vez que pasa a su lado uno de estos clientes de lujo que huyen del espejo.
Y el viajero regresa a su pequeño espacio. No quiere dormir tan temprano, sino mirar, como hipnotizado, sin apreciar apenas nada, cómo cruzamos las luces de la vieja, culta y ahora azorada Europa. Los sueños se enlazan con las últimas páginas del único compañero de cuarto, Un mundo escrito. Viajes 1950-2000, de Jan Morris: "Estábamos todos entremezclándonos inseguros. (...) No era una carrera hacia el apocalipsis lo que percibía, sino más bien un maremágnum de fuerzas discretas y contradictorias que nos empujaban en todas direcciones".
Amanece a las siete y media, y amenaza lluvia. Te despiertan los muros de graffitis, las grúas, los nudos de autopistas, los trenes de altísima velocidad y afilado morro, las filas de camiones con enormes contenedores, las prisas empañadas de lluvia, el vaho en el cristal de tu escapada, tu Orient-Express. Son los alrededores de Zúrich... Y el contrapunto de las lamparillas art déco y los cuidados buqués frente al paisaje industrial vuelve a chirriar. Es la realidad que está ahí. Amanece y amenaza. Y prefieres seguir con los ojos cerrados y dormir un poco más, hasta que llegue Rupert con los zumos, mantequillas, mermeladas y el café con leche a las ocho y cuarto. Cuando ya el paisaje se ha vuelto a acomodar a un sueño de armonía: el del rico ambiente del lago de Zúrich. Pasa por el pasillo la fotógrafa de esta revista con su intrigante quimono en dirección al baño... Jennifer se queda pegada perpleja a los cristales.
Cruzamos los Alpes. Fuera nieva. Dentro humean las tazas con el café. Desayunamos en pijama, chanclas y batín azul con las iniciales doradas del Orient-Express. Rupert atiza con carbón la calefacción de nuestro vagón y nos explica que la nueva empresa de lujo ha querido mantener el encanto del tren tal cual en su versión original; por eso no hay aire acondicionado, sino pequeños ventiladores; ni duchas ni aseos en cada cabina, sino uno común en cada vagón. Es un lujo y un glamour de principios del siglo XX; eso puede darle más encanto, pero los organizadores de los viajes, conscientes de ciertas incomodidades, planean todo para que los distinguidos clientes no pasen en ningún trayecto, por muy mítico que sea, más de una noche a bordo.
Emma Longton, de 42 años y directora de una escuela infantil, nos cuenta en el pasillo, aprovechando la intimidad que aportan el frío, las cumbres y los copos de los Alpes, que hace este viaje con su marido, Julian, de 45, y otros dos matrimonios amigos, a los que conocen porque llevaron a sus niños al mismo colegio; todos viven en Hampshire (Reino Unido). "Christopher y Jane, otra de las parejas, habían hecho el Orient-Express cuando cumplieron 40, y ahora querían repetir por los 50 años. Total, que al escuchar sus planes, en Nochevieja, me acuerdo bien, nos animamos y nos apuntamos los seis". Pero, eso sí, como consideran que el glamour del tren se les quedaba un poco estrecho, decidieron completarlo con otro icono del lujo de toda la vida: tres noches en el hotel Cipriani de Venecia. Emma, que despliega durante el viaje un llamativo surtido de modelos de cóctel y noche, se muestra desencantada "por el poco esfuerzo de algunos viajeros por mantener el nivel y cuidar más sus trajes". A ella le habría gustado ver más tocados y sombreros, más lentejuela, más esmoquin y pajaritas. Y suelta, de rúbrica, como es habitual en ella, una gran carcajada. Ya que todo es un sueño, se trata de llenarlo de guindas de pastel. La miran.
Volvemos a ver pasar, intrigante, obsesionada, a Ana Nance, con su quimono en dirección hacia otros vagones.
El traqueteo del tren, y sus gemidos cuando frena al deslizarse cabeza abajo por los Alpes, la decoración años veinte de sus restaurantes, el pianista que no calla, la tienda que vende lujosos pañuelos, batines, llaveros, carteras de concha y bolsitos, algún pasajero que viaja solo, los espejos... Todo invita a una extraña e irreal somnolencia... Los sueños incumplidos y las pesadillas reales. Caroline lee lentamente la prensa. Emma, vestida de rojo, llena su vagón con sus risas.
Tras cruzar la frontera con Austria llegamos a la soleada tierra italiana, al rico norte de los Dolomitas y su hipnotizador paisaje de viñas y frutales. ¡Ay, el grand tour! Jennifer pasea sola por los pasillos, con la mirada perdida más allá de los frutales e incluso de las moles que acotan el horizonte. Y a uno le viene a la cabeza, no lo puede remediar, la extraña señora Hubbard, la dama norteamericana que viajaba sola en Asesinato en el Orient Express, de Agatha Christie, y que en el interrogatorio declaraba: "No puedo describirles lo que sentí en aquellos momentos. Pasaron por mi imaginación todos los crímenes que se cometen en los trenes". Poco después. "Puso triunfalmente a la vista un gran bolso y empezó a rebuscar en su interior. Sacó dos pañuelos blancos, un par de gafas de concha, unas aspirinas, un paquete de sales, un tubo de pastillas de menta, un llavero, un par de tijeras, un talonario de cheques de American Express, la foto de una chiquilla, algunas cartas, cinco collares orientales y un pequeño objeto metálico: un botón"...
Durante la comida en uno de los tres restaurantes de lujo -medallones de langosta sobre crema de caviar, bistec con salsa de vino y champiñones, pastel de verduras y gratinado de calabaza y parmesano, más una selección de quesos franceses y una crepe de mandarina, más café y pastelitos, con el vino francés Château Malmaison de 2001-, Jennifer deposita un solitario botón metálico en su mesita. Los camareros exhiben culos prietos bajo su impecable traje negro y blanco. Rupert no deja de sonreír mientras vuelve a convertir las camas en asientos... Emma Longton y sus cinco compañeros de viaje buscaban una experiencia de glamour, Jennifer perseguía recuperar aquella ilusión del grand tour... Venecia se nos aparece también como una nube... Una gran escenografía de poder concebida por el Dux que, cuando en el siglo XVIII perdió su carácter de potencia, se instaló en la teatralidad, y así la siguen viendo los miles de viajeros que en ella se sumergen... Como nosotros, cuando nos apeamos del tren en Santa Lucía y nos invade esa tranquilidad irreal de agua y silencio por la ausencia de coches.
1.715 kilómetros y 31 horas después desembarcamos en Venecia.
La propuesta del viaje es el hotel Cipriani, en la isla de Giudecca, frente a la plaza de San Marcos, junto a ese tótem que es la iglesia de San Giorgio Maggiore. Hay luna llena. Y el contraluz con la torre de Palladio hace casi llorar... Si es la primera vez en Venecia, por la sorpresa de tanta belleza. Si no es la primera vez, por la fuerza con la que de repente emergen de las aguas los recuerdos... "Palladio estaba totalmente imbuido de las ideas de los antiguos y sentía la pequeñez y estrechez de su tiempo como las siente un gran hombre que no quiere someterse, sino transformar lo que le rodea tanto como sea posible, de acuerdo con sus nobles concepciones" (Viaje a Italia, Goethe).
Sí, las iglesias, villas y palacios de Palladio también fueron un sueño de armonía y proporción, de escapar de las quebradizas siluetas de la cotidianidad y la historia.
La puesta en escena del Cipriani está atenta a cualquier detalle, desde el jardín veneciano de plantas aromáticas con huerta hasta la lancha dispuesta a cualquier hora para cruzar a la plaza de San Marcos. Nos reciben con un cóctel. Oh, Bellini de nuevo con nosotros. Y alrededor, diversas versiones del sueño de la juventud, en forma de mucho bótox y cirugía en ellas, de parejas con diferencias de edad de hasta 50 años, como el hombre de 70 con la apariencia de actor norteamericano de teleseries venido más o menos a menos con la jovencita asiática que apenas ha cumplido la mayoría de edad; o el catedrático suizo de 60 con jovencito de 25 de cabeza escultórica..., tan cruel como bendita. "Le hablaba del terror sagrado que invade al hombre de sentimientos nobles cuando se le presenta un rostro semejante al de los dioses, un cuerpo perfecto, de cómo un temblor lo recorre y, fuera de sí, apenas si se atreve a mirarlo, y venera al que posee la Belleza y hasta le ofrendaría sacrificios como a una columna votiva. (...) Porque la Belleza es la única forma de lo espiritual que podemos aprehender y tolerar con los sentidos". (La muerte en Venecia, Thomas Mann). El sueño de controlar el tiempo intentando poseer la Belleza.
Los organizadores del viaje (en este caso, un acuerdo entre Orient-Express y la National Gallery) nos muestran la Venecia de Canaletto, Tiepolo y Tintoretto, Tiziano y Veronés. Paseos de la iglesia del Gesuati a la de San Trovaso, a San Vidal y a la grandiosa Scuola Grande di San Rocco, donde Tintoretto se ganó el adjetivo de "Shakespeare de la pintura", según definición de Henry James, y al palacio Ducal... "El esplendor del día me despertó de ese sueño: su frescor, movimiento y ligereza, los destellos del sol en el agua, el cielo azul claro y la brisa susurrante no pueden describirse con palabras de vigilia. (...) He pensado muchísimas veces desde entonces en este extraño sueño en el agua, preguntándome si seguirá aún allí y si se llamará Venecia". (Estampas de Italia, Charles Dickens).
Martin y Caroline no quieren perderse Santa Maria dei Miracoli, una obra maestra del Quattrocento, "una joya", la definen ellos, cuya visión es un regalo, como un anillo de diamantes que se pusieran cada uno en el dedo del otro. Llevan juntos 51 años; cuando vinieron a Venecia a celebrar las bodas de plata fue una de las visitas que más les impresionaron; y desde Inglaterra la recordaron todo este tiempo como un sueño de perfección allá, en el sur. Y quieren repetir, recordar y conjurar el implacable paso del tiempo...
Probablemente tampoco los rojos maestros de Tiziano ni los azules celestes de Tiepolo ni el arrebato de Tintoretto -desmesurado en todo, en dimensiones y en concepción- ni las delicadas texturas de Veronés ni las turísticas representaciones de Canaletto -precursoras de las postales- reflejan la Venecia real de hoy, que es la de sus habitantes, apenas 300.000, pocos más que hace un siglo, que han de luchar día a día contra humedad y marea para seguir manteniendo en pie su vida y esa gran escenografía que siempre parece a punto de hundirse...
Caroline se despide con dos delicados besos mientras apoya sus manos en los hombros del otro; regresa a su querido hogar de la isla de Jersey, y deja una promesa: "Le enviaré una foto de Dolly por e-mail". Y atropelladamente, esa palabra -email-, el avión de vuelta con un ácido zumo de naranja y unos cacahuetes, y la llegada al caótico y ruidoso Madrid de Ana Botella rompen el hechizo, el sueño de huir sin hundirse.
La bofetada de la realidad te devuelve el fogonazo de aquel momento en que tomaste aquel tren, que no le dejaste escapar. Lo dijo Paul Theroux: "Rara vez he escuchado pasar un tren sin desear ir en él"... Qué lejos queda Palladio... Cada uno ha de inventarse su propio Orient-Express.
Recuperar el antiguo esplendor
Orient-Express, uno de los nombres más evocadores de la historia de los viajes y pionero en la idea de una Europa unida, inició su andadura en 1883. Desde París, llegó primero a Rumanía; después, hasta Constantinopla. El itinerario, de casi 3.000 kilómetros, cumplía el sueño de unir Occidente y Oriente, duraba tres noches y supuso el definitivo éxito empresarial de Georges Nagelmackers. Tras muchos avatares y páginas gloriosas, tras el relanzamiento que supuso la apertura del túnel Simplon, a comienzos del siglo XX, que atravesaba los Alpes y dejaba las bellas ciudades italianas al alcance de la rica aristocracia inglesa, la Segunda Guerra Mundial supuso su decadencia final al quedar muy afectada la red ferroviaria europea. El Simplon Express continuó en servicio, como tren de semilujo, hasta mayo de 1962.
Hoy, estas dos palabras abarcan hoteles, cruceros y trenes de lujo en 24 países. La compañía (www.orient-express.com) nació en 1976, cuando el hombre de negocios británico James B. Sherwood adquirió el legendario hotel Cipriani de Venecia y encendió una ambiciosa y romántica luz en sus planes; un año después decidió reconstruir la experiencia mítica que unía Londres con Venecia, y compró los dos primeros vagones Orient-Express. Después se dedicó a rastrear Europa en busca de otros vagones originales para adquirirlos, restaurarlos, devolverles su esplendor y completar el convoy. En 1982 arrancó de nuevo el mítico tren desde la estación Victoria de Londres.
Hoy la empresa posee -total o parcialmente- y administra 49 empresas; 40 de ellas son hoteles, muchos auténticos iconos, desde el Cipriani hasta el Ritz de Madrid. Respecto al legendario tren, una de las últimas iniciativas ha sido el acuerdo con la National Gallery para promover una serie de viajes de arte y autor, como el que ha dado lugar a estas páginas, La Venecia de Canaletto. Para 2012 se ha programado a Leonardo y Miguel Ángel. Son viajes de una semana con precios en torno a 9.000 euros (incluyen hoteles de lujo). Los recorridos solo en el tren presentan tarifas variadas, dependiendo de la ruta, pero el básico Londres-París-Venecia (una noche a bordo) cuesta 2.370 euros por persona. En total, realiza anualmente unas 70 salidas, la mayoría de las cuales cubren este recorrido clásico. Además, hay una propuesta anual de la mítica ruta: París-Estambul y Estambul-Venecia (en torno a 7.000 euros).
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