El tufo de la mediocridad
A los muchos políticos no les gusta que se les describa colectivamente como clase por el sentido despectivo que por lo general conlleva. Y, a nuestro juicio, tienen razón. No todos los políticos pueden meterse en el mismo saco, aunque deberían admitir que en algunos momentos, como ahora mismo, hay sobrados motivos para la descalificación e incluso para que, tal como acontece, la gente los considere un verdadero problema o la razón principal de nuestras aflicciones. Con las debidas excepciones siempre, claro está, pero no tantas como para impedir o disimular el tufo a mediocridad -y otros efluvios penales- que expele el gremio. La vida pública valenciana es sobradamente ilustrativa al respecto, pero aquí solo glosaremos unos pocos ejemplos al filo de la actualidad.
Por ejemplo, decimos, Jorge Alarte, el secretario general del PSPV, que todavía permanece en el cargo a pesar del reiterado revolcón padecido por su partido. Vaya jeta. En las mismas circunstancias, cualquier tipo dotado de un adarme de dignidad y de vergüenza torera ya habría emplazado un proceso de refundación del partido antes de disolverse en el anonimato. Quizá pueda alegar que no toda la culpa del desplome electoral ha sido suya, que él no ponía el careto ni el discurso en esta ocasión. Menos mal. Sin embargo, sí ha de responsabilizarse en buena parte de que el partido esté "hecho unos zorros", como diagnosticaba el profesor Martínez Sospedra desde estas páginas el pasado día 17, al tiempo que analizaba el trance agónico en que se encuentra esta centenaria formación que, hoy por hoy, no la reconocería ni la madre que la parió, decimos nosotros. ¿Cree el mentado dirigente que será capaz de insuflar vida a este colectivo exánime? Pues igual sí porque, como es sabido, la ignorancia es muy atrevida, sobre todo si es mucha.
Otro ejemplar que ha condensado la atención mediática es el ex molt honorable José Luis Olivas a propósito de su desahucio de Bankia, del penoso episodio que ha protagonizado como capitán Araña en el Banco de Valencia y de la estela de su gestión en Bancaixa y en las cajas de ahorro valencianas a cuyo asalto político -y de los políticos- contribuyó grandemente en 1997 con la ley que defendió. Se trata posiblemente del currículo más sorprendente de cuantos ha nutrido el PP y la vida pública valenciana. Sus méritos principales no han sido otros que el ejercicio de la temeridad y el sentido de la oportunidad, recursos insuficientes para impedir la serie de fracasos financieros mentados en los que es mucha la responsabilidad le incumbe. Otra cosa es el sustancioso y acaso desorbitado medro personal que haya obtenido de tan funesta peripecia.
Un personaje menor, pero que también atufa a lo mismo, es la consejera de Cultura, Lola Johnson, que esta semana atribuyó a Ausiàs March el libro Tirant lo Blanch, de Joanot Martorell, dicho sea con la venia del estudioso Josep Guía, que cuestiona tal autoría. Pero lo relevante no es el lapsus, meramente anecdótico, aunque revelador de su poca familiaridad con las obras cimeras de nuestra literatura. Lo relevante- y eso sí importa- es la frivolidad con que el PP designa a las personas responsables de ese departamento, reducido a la condición de marginal en el organigrama y consideración del Consell. Esta derecha, tan ceporra, ha confundido la cultura con los grandes eventos y le ha bastado con la que emite Canal 9, donde la citada dama presentó programas culturales. Tanto daba.
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