Se acabó la fiesta
La tarde del 8 de noviembre me encontraba en un restaurante. Abarrotado. El camarero gritó, con la misma seriedad con la que habría comunicado el armisticio: "¡Ha dimitido! ¡Ha caído!". Presten atención al verbo, porque la de Berlusconi ha sido una historia vertical. "Bajó" al campo una tarde de 1994 y "subió" al Quirinal a presentar su dimisión una tarde de noviembre de 2011. Pero los clientes no reaccionaron. ¿Estaban tristes? ¿Temían que no fuera más que un truco? O se preguntaban: ¿cómo se puede caer si se está ya tan bajo? ¿Dónde está el fondo del precipicio?
A los italianos les atrae el abismo. Nuestra historia está marcada por caídas ruinosas, que sin embargo han señalado los únicos momentos en que hemos sabido reaccionar, es más, dar lo mejor de nosotros, demostrando la cohesión que permite anteponer los intereses de la nación a los propios. Pienso en 1918, después de Caporetto, cientos de miles de muertos, la invasión y casi la derrota; en 1945, después del fascismo, la guerra perdida, el país reducido a escombros. Ahora la catástrofe tiene nombres extranjeros y menos fascinantes: spread, default [diferencial, suspensión de pagos]. Palabras que acabamos de empezar a temer. Hasta agosto nos habían dicho que Italia iba bien, y que vivíamos en el mejor de los mundos posibles. Y la representación ha seguido adelante, casi surrealista, en estos días de espera. El presidente dimisionario -siempre hay algo noble en quien renuncia- ha dejado la escena a segundones impúdicos y facinerosos que han invadido las televisiones lanzando anatemas o silbando chantajes, dando la sensación de que ignoraban la lección de la historia, dispuestos a arrastrar al abismo con ellos al incauto pueblo italiano que los eligió. Representan el coro del interminable espectáculo del que Berlusconi ha sido protagonista absoluto, pero que habría podido continuar sin su consentimiento. Fingen que no comprenden que el espectáculo se ha interrumpido bruscamente. Némesis de la historia: ha sido una carcajada.
Se ríen de él. Y por tanto, también de nosotros. Esa carcajada indecente ha arrancado el telón
Ha sido suficiente pronunciar su nombre. Los representantes de las dos principales potencias europeas se abandonan a una risita, que quizá sea inoportuna y evasiva, pero desde luego, es indecente. Se ríen de él. Y, por tanto, también de nosotros. Esa carcajada indecente ha arrancado el telón de fondo, ha interrumpido el show de Truman que emitían aquel lejanísimo día de enero de 1994. Los italianos se despiertan aturdidos. Se acabó la fiesta.
Y, sin embargo, les habían invitado a una fiesta. Ese mismo hombre, enviado por la Providencia, había prometido un millón de puestos de trabajo, riqueza, felicidad y libertad. Más prosaicamente, bajar los impuestos y reformar el país. Como garantía del pacto había ofrecido su biografía de empresario de éxito, su cuerpo técnicamente inmortal y, sobre todo, su sonrisa. Una sonrisa ni tranquilizadora ni paternal ni mefistofélica. Seductora, cómplice. Millones de italianos respondieron a la sonrisa. Durante 17 años Berlusconi ha mantenido su promesa. Aunque no ha dado a los italianos ni el millón de puestos de trabajo, ni las reformas, ni la riqueza a quien no la tenía, les ha evitado la molestia de pensar y de preocuparse, y les ha hecho reír. Ha puesto los cuernos, ha contado bufonadas y juegos de palabras. En cientos de congresos, comicios, ruedas de prensa ha contado un chiste. El patio de butacas se abandonaba paulovianamente a una risa liberadora. Reían todos de corazón, y no solo porque quien no ríe es un traidor, un intelectual, un antiitaliano. Reían aunque el chiste, la historieta, el juego de palabras, fuera viejo y ofensivo. Han reído con él hasta ayer. Aunque él ya no reía. La sonrisa emblemática le había abandonado hace ya muchos meses: el lenguaje del cuerpo -que ha sabido usar mediáticamente mejor que nadie- era más verdadero que sus discursos y acciones. Y no se ríe, en Italia, en estos días de otoño en los que brilla un sol irónico, y quién sabe si premonitorio. En el futuro, si están seguros de que su reino ha terminado, los que han reído con él se reirán de él. Será la risa obscena de los supervivientes. Otros no ríen porque esperan su regreso, siempre posible; otros porque este momento tan esperado ha llegado demasiado tarde. Tampoco reían los jóvenes y los parados que el sábado brindaron y cantaron. Quizá consigamos levantarnos de nuevo (también la italiana es una historia vertical). Pero el eco de esa carcajada indecente nos persigue, es el precio que hemos pagado: la entrada al espectáculo que terminó el 12 de noviembre de 2011, sin aplausos.
Melania G. Mazzucco (Roma, 1966) es escritora italiana. Entre sus novelas destacan Ella, tan amada y La larga espera del ángel, ambas en Anagrama. Traducción de News Clips.
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