Elogio del aburrimiento
Ayer en el auditorio de La Casa Encendida coincidí en una mesa redonda de Artescrituras con el artista mallorquín Bernardí Roig, gran fan de Thomas Bernhard. Bernardí proyectó en la pantalla un vídeo en el que inserta en una secuencia de la película El año pasado en Marienbad algunos contraplanos en los que el artista de Benissalem, elegantemente vestido como uno más de los personajes de la película, empuña una gran aguja de coser y se cose los labios, con el subsiguiente derrame de sangre y repugnancia del respetable. El público de La Casa Encendida estaba consternado. Los personajes de la película permanecen imperturbables, claro está, inexpresivos, y a lo sumo aplauden cortésmente. Intruso en esas bellas secuencias del balneario de Marienbad, Bernardí repetía el proceso del personaje de La invención de Morel de Bioy Casares, que fascinado por la imagen de una mujer filmada tridimensionalmente según técnicas avanzadísimas, en una isla perdida, sacrifica la vida para colarse en la película y compartir con ella una eternidad virtual, en una felicidad amorosa repitiéndose infinitamente, en un aburrimiento glorioso.
Es un lujo tan grande que épocas hubo en que era de buen tono fingirlo: era el 'spleen' del 'dandy'
La película de Resnais es aburridísima. Uno la ve, se aburre, se va impregnando de las sensaciones y de las ideas evocadas por esas imágenes elegantísimas y repetitivas, por esa situación que no progresa hacia ninguna parte, uno disfruta, uno siente que está siendo incorporado a una obra de arte magnífica y siente gratitud por esa experiencia indiscutiblemente aburrida. Pasa algo parecido con las películas de Sokurov. Pasa lo mismo con los libros teóricos de Gracq, especialmente los libros geográficos y topográficos como La forme d'une ville, los libros de notas de viaje, de reflexiones sobre los encantos laterales de literatos franceses que no nos interesan... Siempre he pensado que Gracq tenía derecho a aburrirme, y el otro día, leyendo Carnets du grand chemin, traducido como A lo largo del camino, encontré esta confirmación: "El genio tiene derecho a ser aburrido". Luego da sus explicaciones.
Me parece que el aburrimiento está siendo reconsiderado, quizá se revaloriza por su propia carestía. Descubrimos que el aburrimiento es la entrada a una excitación diferente que no tiene que ver con la sorpresa ni con los sobresaltos, pero que te va poniendo en un estado de ánimo especial, que tiene que ver con una experiencia diferente del tiempo. Lo experimentamos con esos autores caudalosos de los que nos gusta, más que lo que cuentan, la experiencia de estar con ellos, en su mente como en un salón confortable, de muebles algo desvencijados, de tapices descoloridos; pasa, por ejemplo, con los diarios Pasados los setenta, de Junger. Uno se pregunta con cierta sorpresa por qué sigue leyendo y hasta releyendo las reflexiones de ese anciano tan educado y reflexivo que viaja por el mundo y a la que te descuidas se dedica a lo que él llama "la caza sutil", que consiste en recoger escarabajos. Bueno, sigues leyéndolo porque te gusta su aburrimiento. D'Ors intuía las posibilidades y las dádivas de este estado mental, y para explorarlo a fondo se fue al hotel Blancafort de La Garriga (actualmente sigue en pie pero muy transformado) a no hacer nada, a sentarse en una tumbona del jardín imponiéndose la pasividad total, con los ojos cerrados solamente oyendo unas vagas voces, unas risas, unos pasos en la grava del sendero, tenues estímulos a los que se negaba en absoluto a reaccionar, porque lo que se proponía era ingresar en ese novel de la conciencia relacionado con la serenidad zen más aburrida, y luego contarlo en Oceanografía del tedio, libro aburrido, una de esas extravagancias que son la sal de las literaturas. Por cierto que el (difunto) dueño del hotel, y hermano del famoso compositor Manuel Blancafort, contó los pormenores de la estancia de d'Ors en otro libro tampoco muy excitante, titulado La Garriga, el balneari i jo, que tiene un interés local seguro, notable.
Una vez el gran profesor y traductor Andrés Sánchez Pascual nos resumió la filosofía de Schopenhauer con la imagen de un péndulo que oscila entre los dos puntos extremos que son el sufrimiento y el aburrimiento: cuanto más se aleja el péndulo del dolor, más se acerca al aburrimiento, y viceversa. Si te paras a pensarlo, es exactamente lo que sucede. La imagen del péndulo es muy precisa y exacta y encima alude al reloj, al tiempo. El niño pregunta "Me aburro, ¿qué hago?" y el adulto le mira sin interés, quizá con envidia inconsciente. La adolescencia es la edad del aburrimiento, la edad contemplativa en que la vida se extiende por delante en sus dimensiones enormes, enorme como las monótonas tierras de Rusia que a Von Rezzori y demás ciudadanos de Chernowitz les provocaba el Schukno, el tedio terrible de lo que no tiene fin, de los días vacíos y las tardes que no acaban de caer nunca. Luego uno ya se olvida de cómo se hace eso de aburrirse, ya no se puede permitir el lujo ambiguo y grande del aburrimiento, un lujo tan grande que épocas hubo en que era de buen tono fingirlo: era el spleen y el hastío del dandy que ladeaba la cabeza cansada, disgustada, pesada, pesadísima de tiempo, para apoyarla en la mano.
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