_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El embudo democrático

Con la acampada en Wall Street, la indignación popular con la crisis termina de cubrir todo el arco político y geográfico que va desde Estados Unidos a Grecia. A primera vista, hay pocas semejanzas entre ambos casos. Mientras que la Grecia de Papandreu está en crisis debido a un Estado clientelista sumamente ineficiente que se ha endeudado hasta lo insostenible, el Estados Unidos de Obama es víctima de unos mercados financieros que han implosionado y llevado la economía al colapso. Fallo de Estado a un lado, fallo de mercado al otro, podríamos decir simplificando.

Sin embargo, Grecia y Estados Unidos se parecen mucho más de lo que sospechamos estos días. La arquitectura nos da una buena pista: que los edificios públicos de Washington y Nueva York reproduzcan tan fehacientemente el ideal griego no es una casualidad. Atenas y Washington son la cuna de la democracia: la primera de la democracia directa, la segunda de la democracia representativa. Ese ideal, tan magistralmente explicitado en dos textos con una impresionante similitud, la Oración fúnebre de Pericles y el discurso de Lincoln en Gettysburg, es el que hoy está cuestionado. Primero le tocó el turno a la democracia directa, que degeneró en populismo, demagogia e ingobernabilidad. Viendo el trágico final de Sócrates, forzado a tomar la cicuta, no es de extrañar que los padres fundadores de Estados Unidos rechazaran hablar de democracia y prefirieran describir su sistema político como de "gobierno representativo", es decir, un sistema en el que más que permitir al pueblo gobernarse a sí mismo, se le concedía el poder de elegir y deponer a sus gobernantes regularmente como forma de preservar sus libertades (más exactamente, la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad, como diría la Declaración de Independencia de Estados Unidos)

Cuando la crisis ha irrumpido con fuerza, los sistemas políticos han quedado al desnudo

Con todas sus limitaciones, este sistema de gobierno ha sido sumamente exitoso: allá donde se ha instaurado, raramente ha retrocedido, y cuando lo ha hecho, ha terminado por volver a imponerse. Al menos en nuestro contexto político y geográfico, la democracia representativa se ha impuesto tanto al fascismo como al comunismo y, aunque siempre penden sobre él amenazas populistas y nacionalistas, la conjunción de gobiernos representativos y economías de mercado ha solido desembocar en sociedades abiertas, respetuosas con la libertad, el bienestar y la diversidad. El problema es que la democracia representativa no sólo se ha hecho insustituible hacia fuera, sino también hacia dentro porque la democracia directa no es una alternativa válida para gobernar sociedades tan complejas como las nuestras. Y en ese camino, la democracia se ha anquilosado precisamente en su punto central, en el que se refiere a la representatividad de los gobiernos ante las demandas de los gobernados.

Con el tiempo, estos gobiernos han sido capturados por dos agentes: los partidos políticos, que han convertido nuestros sistemas políticos en partitocracias gobernadas por una clase política que no rinde cuentas ni es transparente, y los mercados, que han sometido el poder político a sus intereses particulares convirtiéndose en una esfera de poder autónoma. La consecuencia es que el interés general ha quedado relegado a un segundo plano como principio inspirador de las políticas públicas y la rendición sistemática de cuentas anulada como mecanismo de control en manos de la ciudadanía. Por tanto, a la vez que la cantidad de democracias en el mundo se ha extendido consistentemente, la calidad de las democracias se ha deteriorado considerablemente. La mayoría de nuestros países son hoy democracias en todas las dimensiones que nos hacen definirlas como tales, pero están lejos de ser democracias de calidad como las que sus ciudadanos merecen y aspiran. En tiempos de bonanza económica, cuando los recursos eran crecientes y los problemas distributivos más fácilmente resolubles, la tensión inherente entre eficacia y representatividad se resolvía fácilmente a favor de la eficacia y en detrimento de la representatividad. Pero cuando la crisis económica ha irrumpido con toda su fuerza nuestros sistemas políticos han quedado al desnudo pues a su incapacidad de gestionar la economía (bien por incompetencia o porque las soluciones no están en el ámbito nacional) han añadido la exposición tanto de sus miserias representativas como su sometimiento al poder de los mercados, cuyos desmanes se muestran incapaces de regular. El ideal de democracia ateniense fracasó y tardó cientos de años en volver a reinventarse; la democracia representativa, a pesar de no estar sometida a discusión desde fuera, entrará en una importantísima crisis interna si no consigue desengrasar los canales de representación y gobernar eficientemente los mercados en pro del interés general. Desde Atenas a Wall Street, el ideal de la democracia pugna por sobrevivir.

Twitter: @jitorreblanca

Únete a EL PAÍS para seguir toda la actualidad y leer sin límites.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_