Un dictador llamado Kevin Spacey
El actor encarna al rey Ricardo III en el montaje de Sam Mendes en Avilés - Gadafi y Mubarak son dos de las referencias actuales usadas por el intérprete
Cada época encuentra en Shakespeare lo que busca. Quizá por eso hoy resulta difícil no ver en la monstruosidad moral, y física de Ricardo III la deformidad de nuestro propio tiempo. Este personaje fascinante y total encaja como un guante en la tragedia de un mundo despojado de sus ilusiones. La crueldad, la inteligencia, la fina hipocresía, la capacidad infinita para conspirar, la paranoia, los miedos y el hambre de poder del personaje van mucho más allá de la Inglaterra del siglo XV, donde transcurre la acción original de la obra. Llega a nuestros días para decirnos que la podredumbre de los poderosos sigue ahí, intacta, en las escaleras de una historia que se cae a pedazos.
De esta idea de contemporaneidad nace el Ricardo III (obsesión de muchos actores que encuentran en su representación una de las cumbres de la tragedia shakesperiana) que el estadounidense Kevin Spacey representa desde el miércoles y hasta el sábado en el Teatro Palacio Valdés de Avilés. Una versión que equipara al malvado duque de Gloucester con un dictador del siglo XX. Coproducida por el Centro Niemeyer y dirigida por Sam Mendes, el montaje se inscribe dentro de The Bridge Project, serie de producciones creadas entre el Old Vic de Londres (del que Spacey es director artístico desde 2003) y la Brooklyn Academy of Music, con dobles programas de Shakespeare y Chéjov.
El artista grita, suda, susurra, ordena, implora... es un arsenal interpretativo
Cada día, durante tres horas, subirá al escenario del Teatro Palacio Valdés
"Personajes así prometen orden y traen corrupción", ha dicho el director
Un juego de 16 puertas basta para crear los espacios de la acción
Durante tres horas largas Spacey desboca al sangriento personaje en un impagable duelo consigo mismo. Le confiere, en su permanente búsqueda de complicidad con el espectador, un carácter nervioso y bipolar. Grita, susurra, suda, se sienta, se retuerce, se burla, bromea, ríe, implora, ordena... Un arsenal interpretativo sin respiro, una demostración de fuerza técnica, física e imaginativa que le permite construir un personaje exagerado de cuyos tentáculos es difícil escapar.
Spacey es el último de una nómina de ilustres Ricardos que incluye a Lawrence Olivier, Antony Sher, Ian McKellen o Al Pacino. Precisamente en la película de este último -Looking for Richard, de 1996- el nuevo Ricardo interpretaba al fiel lacayo Buckingham, aquí en manos de Chuk Iwuji, un compacto intérprete que dota de intensidad a este matón que también pagará sus pecados.
Shakespeare escribió Ricardo III con 28 años. Con ella cerró el ciclo de crónicas históricas. Ricardo III era rey pero, junto con Falstaff, es el único personaje de esas crónicas que se dirige directamente desde el escenario al público. Spacey, como hacía Pacino en su película, juega con este lado cercano y burlón del tirano. Nos hace sonreír. Y de esa cruel manera nos hace cómplices de sus crímenes. Representa el poder, y el poder absoluto para Shakespeare, como escribía el crítico polaco Jan Kott, "no es algo abstracto, tiene nombres y apellidos, tiene ojos, boca y manos".
En Looking for Richard, Pacino diseccionaba todas las posibilidades del personaje y exponía, con bastante sentido del humor, el pánico que provoca en los actores estadounidenses subir al escenario isabelino. Peter Brook, para quien muy pocos actores poseen el don de saber hablar alto y, a la vez, parecer íntimos y auténticos ("y el lenguaje de Ricardo III es el lenguaje de los pensamientos"), salía así al quite de los recién llegados: "El texto es solo un medio para expresar lo que hay detrás de él. Si te obsesionas se convierte en una barrera. Los actores estadounidenses se obsesionan con el respeto británico al texto. Pero eso no importa, lo que importa es llegar al fondo de cada momento".
Y el fondo de Ricardo III es, para Spacey y Mendes, el de una historia enferma que fatalmente se repite. En la que una cadena de venganzas, perjurios y asesinatos casi superan en crueldad a Tito Andrónico y en la que es fácil asociar a su jorobado personaje con otros monstruos de la historia, como ya hacía Ian McKellen en su versión para la película de 1996.
Spacey ha citado a Gadafi y a Mubarak como referentes actuales, pero cuando el telón cae la imagen es la de la muerte de Mussolini. "Es interesante ver cómo estos personajes aparecen ante nosotros normalmente: seguros de sí mismos, comunicadores ecuánimes, prometiendo el orden en tiempos de caos. Pero claro, una vez que acceden al poder la corrupción se hace evidente", ha declarado Sam Mendes sobre un montaje en el que el juego de 16 puertas que se abren y cierran le basta para crear los espacios de una acción por la que deambula una corte de reinas, lores, duques y señores alegremente manipulados por el dueño y señor de la escena.
El director recurre a proyecciones sobre el blanco decorado para anunciar la entrada de la reina Margarita (espectro que anuncia la tragedia) y de los otros personajes principales o para proyectar primeros planos del protagonista. Subrayados algo innecesarios frente a aciertos como la traca final de tambores, fantasmas y espadas de la batalla de Bosworth. Una intensidad casi incontrolable se apodera entonces de un teatro que siente como suyo el callejón sin salida de aquel lejano campo de batalla.
Quizá por eso la famosa frase final del rey herido sonó en Avilés como un grito tan humano como animal. Un Spacey agonizante, con la camisa ensangrentada, empuñando al aire su espada y de espaldas al patio de butacas, proclamó el "ser o no ser" de Ricardo III: "¡Un caballo, un caballo, mi reino por un caballo!", frase célebre con la que Shakespeare cerró su ciclo histórico. El gran tirano que en el primer acto nos saludaba sentado de mala manera, con una corona de papel en la cabeza y anunciando que atrás quedaba "el invierno de nuestro descontento", agota así su último aliento, implorando por las riendas de un pobre caballo.
Babelia
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