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UNIVERSOS PARALELOS
Columna
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La música del macho alfa

Diego A. Manrique

En la Bolsa de reputaciones literarias, Ernest Hemingway lleva décadas cotizando a la baja. Producto tal vez del muy público declive creativo, que algunos relacionan con su suicidio en 1961. Pero el mito sigue vivo, por esa potente imagen del escritor como hombre de acción.

Así que funciona toda una industria editorial dedicada a satisfacer nuestra fascinación. Coinciden en las librerías estadounidenses dos tomos valiosos. Hemingway's second war, de Alex Venon, estudia la presencia de Ernest en la Guerra Civil española, que sacó lo bueno de su escritura y lo peor de su persona. Y llega The letters of Ernest Hemingway: 1907-1922, primera entrega de un titánico proyecto de 15 volúmenes que concluirá hacia 2031. En ellos, uno busca -es vicio profesional- referencias a la música. Tarea ingrata ya que Ernest, como sus coetáneos, no valoraba mucho la música popular. El moribundo de Las nieves del Kilimanjaro cita It's bad for me, de Cole Porter, pero generalmente cuesta encontrar detalles melómanos.

Aunque Hemingway vivió la 'era del jazz', parecía inmune a una música tan contraria a su prosa

Releo Fiesta (1926), su primera novela publicada. Este retrato de la generación perdida en París (¡y Pamplona!) incluye una visita a un bal musette en el barrio de Panthéon, donde el propietario -¡con cascabeles en su tobillo!- toca su acordeón en la misma pista de baile. Al día siguiente, Jake Ernest Barnes y compañía pasan por un local más sofisticado, el Zilli de Montmartre. Allí actúa una orquesta con un baterista negro (nigger, en la descripción ingenuamente racista de Heming-way). No sabemos si interpretan hot, pero sí se sugiere que el músico ha tenido una relación con Brett Ashley, la mujer más promiscua -y deseada- del grupo de expatriados.

Ernest prefería la amistad de toreros y cazadores a la de los músicos. Se me ocurrió que quizá sus esposas fueran más musiqueras y que alimentaran el tocadiscos familiar. Viajé a la casa del escritor, su base durante veintitantos años: Finca Vigía, junto a La Habana. Pero, ay, los turistas solo podíamos pasear por el exterior y mirar por las ventanas. Muy frustrante, comparado con casas-museo como la de Trotski en Coyoacán: allí era posible quedarse solo en el despacho donde El León recibió a Ramón Mercader, cuyo piolet asesino transformó en víctima al líder implacable del Ejército Rojo. Se sentía el soplo helado de la historia.

Así que volví a Finca Vigía a una hora intempestiva, antes de que aparecieran los visitantes autorizados. Llevé una cortesía para el encargado, que accedió a permitirme un recorrido por el edificio, con su revistero, su retrete con biblioteca, su máquina de escribir Royal. Y encontré la discoteca, dicen que diezmada por sucesivas apropiaciones.

Comprobé que el gusto musical de los Hemingway tiraba hacia lo convencional. Estaban las tres bes (Bach, Beethoven, Brahms). Y las orquestas de swing populares en el periodo de entreguerras: Benny Goodman, Glenn Miller, Tommy Dorsey. Sí, había grabaciones de Ernesto Lecuona pero ni rastro de aquellas canciones exclusivas que sonaron en la recepción cubana de 1956 al ganador del Premio Nobel, que incluía Guantanamera recreada con una letra que rimaba Jemingüey con Hatuey, la cerveza que patrocinó el homenaje.

Aunque Hemingway vivió la era del jazz, puede que fuera inmune a los encantos de esa música explosiva, tan contraria a su prosa trabajosamente cincelada. This side of the pond, el blog estadounidense de Cambridge University Press, la editora de la correspondencia, ofrece una playlist de la música de la niñez y juventud de Ernest. Allí están Scott Joplin, Irving Berlin o George Gershwin. Pero desearíamos saber si Hemingway vibró realmente con los músicos de Nueva Orleans que se instalaron en su Chicago natal o si apreció el drama alojado en la garganta de Edith Piaf. Preguntas que reflejan la prepotencia del lector actual: queremos que el autor y sus criaturas sean sensibles, modernos, hip. Y no.

Ernest Hemingway.
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