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Columna
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Los dineros de la política

La declaración recientemente divulgada de los bienes y actividades de los diputados y senadores, como antes aconteció con la de los diputados de las Cortes valencianas, ha vuelto a suscitar la curiosidad un tanto morbosa y polémica sobre el estatus económico y posibles momios que gozan nuestros políticos. Y eso está bien, pues hay que fiscalizarlos de cerca, pues cuanta más transparencia haya en los asuntos públicos mayor será la calidad de la democracia que nos administran. Y mucho más, en los tiempos aciagos que corren, cuando el estatuto laboral del político es el de un privilegiado que, como en la crisis que nos agobia, no ha dado la talla, sea por complicidad o por impotencia.

Como es lógico, el interés de los ciudadanos se condensa en la cuantía y variedad de los recursos declarados por sus señorías así como en el modo y ocasión en que fueron adquiridos, si es que eso puede saberse. De lo leído y sabido se desprende que, al margen de algunos casos opulentos por rara acumulación inmobiliaria -a veces obtenida por vía hereditaria-, nuestros representantes no nadan en la abundancia, sobre todo si se les compara con los colegas de otros países similares, mucho mejor pagados y prebendados. Otra cosa es que no pocos de entre ellos, partiendo de la nada y sin otras opciones profesionales, hayan hecho carrera pegados a la moqueta y a la teta pública, e incluso hayan ahormado una fortunita a pesar de ser unos berzas. Son los jornaleros de la política y conviene anotar que buena parte de ellos, sobre todo los elegidos en candidaturas de izquierda, han de ceder parte de sus retribuciones a los partidos que les amparan. Lo suyo es vocación pura, o pura necesidad, o ambas cosas.

Resulta evidente que la clase política es la única responsable de su propio descrédito social. Una encuesta tras otra sobre la valoración de profesiones reitera su descalificación, a la que de manera principal ha contribuido la laxitud y hasta complicidad con que han sido beneficiados quienes han hecho de la dedicación pública una escalada a la fortuna. En el ámbito valenciano tenemos una laureada orla de afortunados que supieron exprimir, legal o ilegalmente, su tránsito por la vida pública. Algunos son señeros y eminentes, con o sin cuentas con la justicia, como Eduardo Zaplana, Carlos Fabra, José Luis Olivas, Pedro Ángel Hernández Mateo, José Manuel Medina, Luis Díaz Alperi, José Joaquín Ripoll, José Manuel Uncio y otras vidas ejemplares, decenas acaso, que el lector podrá agregar y que tienen en común haber puesto bajo sospecha o condena la política, transmutada por ellos en un bazar de oportunidades personales y a menudo escandalosas.

No será necesario insistir en que la política es muy otra cosa. Mucho más que de medro y codicia, la política se nutre de vocación, civismo y generosidad. En ocasiones, incluso, de talento. Y también de falta de escrúpulos, claro. La calamidad se produce, precisamente, cuando estas cualidades se desequilibran y se propicia la corrupción, tal como ha acontecido en la Comunidad Valenciana en los últimos años de estallido urbanístico y derroche económico alentado por unos gobiernos del PP cegatos y bendecidos por una mayoría social papanata a fuer de saciada. Ocasión tendrá o habrá tenido de arrepentirse. En todo caso, no es justo ni admisible confundir el imprescindible y retribuido ejercicio de la política con el atraco que los valencianos hemos padecido.

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