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Columna
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Atasco

Juan Cruz

¿Y si un día prohibieran los coches? ¿Y si alguna vez se racionara radicalmente el uso de los automóviles para convertirlos en elementos útiles de desplazamiento en autopistas o en carreteras donde los atrasos no fueran más allá de lo razonable? ¿Si los coches no fueran instrumentos agresivos en los que la gente sufriera retrasos que van contra su salud y la de sus compañeros de sufrimiento vial? ¿Si los gobiernos del mundo se tomaran en serio la grave enfermedad que genera el automovilismo, esa enfermedad del atasco?

Los intereses que mueven los automóviles son más poderosos que la preocupación que desata esa enfermedad, de modo que la humanidad está condenada a padecer el atasco como una de las malas artes inventadas por el hombre con el paradójico objeto de acortar distancias mientras estas se hacen aún más insufribles.

La 2 emitió en la noche del jueves al viernes un inquietante documental sobre el atasco, y ahí nos tuvo ante la pantalla, asustados ante una evidencia: se sabe cuáles son los síntomas, los expertos conocen las soluciones, pero nadie es capaz de meter el bisturí en el hígado viscoso de esta pesadilla mundial. El Reino Unido, Canadá, Brasil, Estados Unidos, India, México, España... Afanados automovilistas condenados a tardar horas en desplazamientos que, en condiciones normales de tráfico, no les costarían más de veinte minutos. Cientos de miles de millones de dólares tirados a la basura como consecuencia de las distancias que prolongan los atascos, seres humanos dominados por el estrés, la desesperación y la rabia. Cada día. Anoté un dato: con las pérdidas que ocasionan los atascos en Estados Unidos se podrían fabricar al año 150 aviones Jumbo.

El documental ofreció imágenes de los rostros: resignación y abulia, cabreo y paciencia. En medio, las estadísticas: en Vancouver, por ejemplo, todas las medidas para aligerar el tráfico han servido en realidad para que se pasara de una velocidad de 25 kilómetros por hora a una velocidad de 17 kilómetros a la hora. El atasco es un generador de enfermedades sanguíneas y de graves afecciones pulmonares. Un niño de Toronto aprendió su primera frase yendo a la guardería: "No me gusta la autopista". Ahí estaba, tan chico y sabiendo qué drama genera el placer del coche.

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