Piedra, papel, tijera
Irrumpirán los arqueólogos, dentro de no mucho tiempo, para explicarnos los juegos de la infancia que habremos olvidado: el tráfico de cartitas perfumadas en una esquina del patio, las canciones que las niñas bailábamos de la mano y en las que se escogía a la más guapa o la más rubia o la más mejor amiga, el escondite inglés y sucedáneos, las apasionantes ligas futbolísticas entre tu aula y la de enfrente. De todos ellos, el único que yo imagino en un instituto de enseñanza secundaria hoy es aquel en el que se comparaban la piedra, el papel y la tijera. Sin embargo, no lo supongo tanto en el patio, donde por la edad el alumnado impone otros asuntos, como -paradójicamente- en los despachos, en la sala de profesores, en la conversación telefónica entre el director del centro y un inspector enviado por la consejería.
La tijera es la opción de quienes buscan resultados fáciles, sin que preocupen las consecuencias
En el diccionario de nuestra memoria, el juego de la piedra, el papel y la tijera significa fuerza, significa poder. Nunca comprendí su lógica: si el papel envolvía a la piedra, si la tijera lo rasgaba... ¿No machacaría la piedra a la tijera? ¿Y, al mismo tiempo, no arañarían sus cuchillas la superficie dura pero frágil? Tal y como lo pintaban, ¿no garantizaría la victoria apostar siempre por la tijera? Me temo que esa misma confusión guía a la Comunidad de Madrid en su política educativa, empeñada en destruir la enseñanza pública y privilegiar a la concertada y a la privada, es decir: dificultando el acceso de quienes no pueden o no quieren pagar por aprender, convirtiendo un derecho en privilegio.
Esperanza Aguirre y Lucía Figar, la consejera que garantizó a Benedicto XVI la protección de la enseñanza religiosa en Madrid, han decidido no arriesgarse y ganar: en época de crisis no han preferido frenar la instalación de pizarras digitales o tecnologías diversas -que aportarán mucho pero sin las que se ha enseñado toda la vida-, ni revisar cargos inútiles con sueldos ídem, sino recortar personal y cargar a los profesores con más horas de las que ya se les imponían, borrando tiempo para preparar las clases o atender a los alumnos con nombre y apellidos, no como una masa que escucha en silencio. El problema no reside en las horas de más, sino en las horas necesarias que se les roban -adiós a las tutorías, adiós a los desdobles- y en los interinos que sumarán en las estadísticas del paro. Los profesores no protestan porque trabajan más: protestan porque les obligan a trabajar peor. Todo, así, comenzó con la piedra: aplastando con rumores en los últimos días del curso pasado, deslizando algunas certezas durante el verano, e imponiendo en plenas vacaciones, antes de la incorporación a su puesto de los profesores.
(En ese asunto el papel, si lo interpretamos como sinónimo de reflexión y de argumentos, no ha existido. Si lo tomamos de forma literal, como folios con información que se difunde, han contribuido a la confusión y han alimentado la mentira: ya leerían ayer en estas mismas páginas que las cifras presentadas para justificar el crecimiento de los alumnos que se matriculan previo pago, o el número de alumnos inmigrantes en la pública, distan mucho de la realidad. En todo caso, recordemos que el papel se moja y no sirve para nada, así que descartémoslo como elemento de este juego).
La Consejería de Educación empuña en sus planes una tijera no de punta redonda, como la que compran las madres al inicio de cada curso, sino afilada y dañina, porque ni la peor situación económica puede afectar a derechos básicos como la educación o la sanidad. Si se mantienen las listas de espera y falta el presupuesto, ¿no será mejor invertir en personal antes que levantar novísimos hospitales que acabarán en manos de constructoras? ¿De qué sirve el bachillerato de excelencia, si a los alumnos con dificultades de aprendizaje se les condena -por falta de recursos, y no de ganas- a quedarse atrás y tirar la toalla? La tijera es la opción de quienes prefieren resultados inmediatos, fáciles, sin que preocupen las consecuencias a largo plazo. La piedra la eligen quienes no creen en el diálogo, en las palabras; quienes imponen sin tregua, quienes no buscan alternativas, quienes consideran que su idea es siempre la mejor -nunca, por desgracia, sucede así-. El papel, lo dicho: si se utiliza para manipular, mejor olvidarlo. La educación no es un juego: una decisión equivocada tuerce muchos rumbos, y en este caso perjudica a quienes disponen de menos recursos o necesitan un empujón para continuar entre libros. Quizá la Comunidad de Madrid debiera tomársela más en serio, o quizá nosotros debiéramos tomar conciencia de lo mucho que arriesgamos y perdemos si callamos ante trampas como esta.
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