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Los discursos del odio

Una vez celebrados los funerales por las víctimas que Anders Behring Breivik asesinó en su cruzada para defender a Europa contra la supuesta invasión del islam, es preciso abrir una serie de debates. El Gobierno noruego del primer ministro laborista, Jens Stoltenberg, fue explícito desde el primer momento: el miedo no cambiará los valores de tolerancia, apertura, igualdad, diálogo y democracia. Un mensaje importante para la sociedad noruega, pero ¿cómo construir un consenso nacional y europeo sobre el cambio social que supone la presencia de inmigrantes y refugiados? ¿Se avecinan tiempos de confrontación interna? ¿Podrá Noruega, donde el Partido del Progreso, segundo más votado con un programa contrario al islam y la inmigración, mantener esos valores o quedarán desplazados como ha ocurrido en Dinamarca y Holanda?

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Breivik impactó contra el Partido Laborista, al que culpa de la presencia de inmigrantes en Noruega. Es un caso extremo por el uso masivo de la violencia, pero su crimen tiene un contenido cultural (frenar la inmigración musulmana supuestamente responsable de modificar la identidad noruega), racista, y político (castigar a los compatriotas que permiten la llegada de inmigrantes y refugiados). La patología del asesino no oculta este triple carácter que refleja el discurso que mantienen ideólogos ultraderechistas y partidos populistas en ascenso en Finlandia, Austria, Dinamarca, Noruega, Holanda, Francia y España, entre otros.

Después de los atentados, varios de estos partidos e ideólogos condenaron el uso de la violencia. Sin duda, hay diferencia entre ser de ultraderecha y ser un asesino. Es legítimo, por otra parte, que sectores de la sociedad europea consideren que deberían ponerse límites a la inmigración y al asilo (algo que casi todos los Gobiernos, incluido el noruego, están haciendo). Pero las distorsiones y mentiras sobre las supuestas ventajas que los inmigrantes obtienen frente a las poblaciones locales (entre las que hay segundas y terceras generaciones que ya son europeos de pleno derecho), la exagerada vinculación de la inmigración con criminalidad y desempleo, y la agitación sobre la transformación, y hasta extinción, de una identidad local siempre idealizada debido a la presencia de extranjeros con religiones, costumbres y colores de piel diferentes, son irresponsables y pueden promover actos criminales.

En enero pasado, un individuo sin pertenencia a ningún grupo político acabó en Arizona con la vida de seis ciudadanos, y dejó en estado grave a la congresista demócrata Gabrielle Giffords. Su acción se fundamentó en el clima de odio político que impera en Estados Unidos. Activistas del Tea Party y comentaristas, con el beneplácito de una parte del Partido Republicano, comparan al presidente Barack Obama con Hitler, alertan de que su reforma sanitaria exterminará a los ancianos, y que impondrá un régimen comunista.

No fue un politólogo quien estableció el nexo entre el discurso del odio y la violencia individual, sino el comisario Clarence Dupnike, al declarar que la atmósfera de violencia política "fue un factor que ha contribuido al ataque" contra la congresista. "Cuando se mira hacia gente inestable, ¿cómo van a responder a la virulencia que ha ido saliendo de ciertas bocas acerca de derrocar al Gobierno? La rabia, el odio, el fanatismo que tiene lugar en este país se están volviendo escandalosos". Poco antes del atentado, Sarah Palin publicó un mapa en su página web marcando con dianas a los congresistas que había que "eliminar", entre otros a Gifford, quien había respondido: "Cuando la gente marca con una diana un nombre tiene que darse cuenta de las consecuencias de sus acciones".

La ultraderecha europea tiene en la diana a las sociedades multiculturales. Su mensaje violento es que la identidad cultural y religiosa de Europa corre el riesgo de verse destruida por la diversidad y la pluralidad; que los europeos serán minoría en una futura Eurabia; que los Gobiernos son cómplices o no responden con suficiente fuerza y que, por lo tanto, hay que actuar con determinación. Como respuesta, diversos gobernantes se movilizan: la canciller Angela Merkel y el primer ministro David Cameron anuncian la muerte del multiculturalismo, tratando de complacer a posibles votantes que sufren el miedo a las transformaciones.

Algunos políticos saben que es más sencillo acusar al inmigrante musulmán o al refugiado negro de los cambios sociales y la crisis que explicar el impacto de la economía neoliberal, la especulación financiera, y la globalización de la producción y el consumo sobre las sociedades. Al acusar "al otro", al "diferente", movilizan un nacionalismo primario, y evitan el debate público sobre la convivencia entre la sociedad local y las diferentes comunidades de inmigrantes. El diálogo es sustituido, en el mejor de los casos, por "tolerar" a los otros, y en el peor, por tratar de que dejen de venir, limitar sus derechos, o expulsarlos.

Frente a los discursos del odio que agitan el miedo social en tiempos de crisis, ciudadanos, sociedad civil, partidos y medios de comunicación deben asumir la complejidad de la situación, exigiendo responsabilidades, denunciando la mentira, y promover el debate sobre el cambio constante que se produce y caracteriza a toda sociedad.

Mariano Aguirre dirige el Norwegian Peacebuilding Resource Centre, en Oslo.

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