Sol de piscina
Cuando tenía once años mi familia y yo nos trasladamos de ciudad. Cambiamos Valencia por Madrid, el mar por las piscinas, los tranvías por el metro. Por entonces mis hermanos y yo nos tirábamos de junio a septiembre, desde que el colegio terminaba hasta que empezaba, revolcándonos entre las olas y la arena de la playa. Apenas sabíamos lo que era una piscina, salvo cuando venía a ver a mis primos y me llevaban a alguna. Puro lujo. No era gratis, se pagaba entrada y desde fuera se oían chapuzones y gritos de alegría, un anticipo de lo que te encontrarías dentro. No tenías que atravesar el desierto descalzo sino que pisabas césped recién cortado y fresco hasta llegar al borde.
El agua era de un profundo azul polo, sin espuma, y no un poco más verde por aquí y más oscura por allá, unas veces más turbia y otras más clara como en el mar. No tenías que cambiarte delante de todo el mundo porque había vestuarios y taquillas para la ropa y cuando sacudías la toalla no cegabas a los de alrededor con ráfagas de arena de cien kilómetros por hora. No te escocían los hombros por la sal y el sol. Había duchas fuera y dentro para que no tuvieses que ir hasta casa envuelto en un ardor tirante como si te estuvieran creciendo los huesos más rápido que la piel.
En la piscina había sauces llorones y la brisa era suave y olía a almendras y se metía entre los claroscuros del cielo mientras te secabas boca arriba pensando en la vida. Había trampolín y podías tirarte de todas las formas posible y hacer mil salvajadas. Tus familiares, amigos o novios podían ir a buscarte y entonces una señorita decía por los altavoces: "Maika, salga a puerta". No decía "a la puerta", sino "a puerta", porque era la puerta de la piscina y no la puerta de tu casa o del colegio o de una iglesia.
En las piscinas aparte del césped, y del pavimento rosáceo, donde no se te enredaban algas en los pies ni se te manchaban de alquitrán, siempre había gradas de cemento para los que querían sentir más cerca el calor y el sol y que eran un poco como las rocas de la playa. Aunque sin comparación, yo prefería las gradas y compartir con mucha gente ese momento, en que sentados, tumbados o medio recostados, el sol llegaba hasta nosotros limpiamente sin rebozarse en yodo, ni iones, ni vapores marinos. Era un sol seco, que te absorbía el agua de la piel como un aspirador. Un sol que no he encontrado en otra parte, ni en otra época, el sol brillante de la primera vez.
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