Con tiburones en las galápagos
Siempre hay un momento en la vida en el que uno se pregunta, ¿qué diablos hago yo aquí? A veces incluso has pagado (mucho) por estar en ese aquí. Pero a la hora de la verdad, nuestra mísera condición de humanos nos hace flaquear.
¿Qué hago yo aquí? Me pregunto sumergido a unos 30 metros de profundidad en medio de la nada más absoluta del océano Pacífico, a 1.300 kilómetros del continente más cercano, flotando entre dos aguas en el gran azul (azul oscuro casi negro, que diría Daniel Sánchez Arévalo), en medio de una corriente que parece un río y rodeado por docenas de tiburones de mirada fría que me observan como si les hubiera mentado a la madre. ¿Qué diablos hago yo aquí?
Hasta que de repente suena la señal convenida y me olvido de los soliloquios. Mi compañero golpea la botella de aire comprimido con el cuchillo: lo que buscamos para nuestro documental ha aparecido. Y me lanzo aleteando como un poseso hacia ese azul oscuro casi negro, con la cámara de vídeo submarino por delante, con el REC accionado aunque no sé qué estoy filmando, directo hacia la negritud de los fondos abisales del océano Pacífico mientras el profundímetro se desgañita lanzando pitidos de alarma (¡a quién diantres le importa en este momento que le revienten los tímpanos o que se le llene la columna vertebral de burbujitas de nitrógeno!, ¡tonterías!).
el descenso a tierra está prohibido para evitar que la contaminación humana aporte nuevas especies y destruya este hábitat inmaculado desde hace millones de años
De entre las negras sombras empieza a intuirse una sombra más negra y tétrica aún. Tiene una boca gigantesca, una aleta dorsal gigantesca, una cola tan alta como una casa; un monstruo verdoso con pintas blancas que nada de forma cansina. La adrenalina se dispara y todas las peripecias por llegar hasta aquí quedan por fin justificadas: tengo encuadrado en el monitor de la cámara a un gigantesco tiburón ballena, el pez más grande de la Tierra.
Tiburones ballena pueden verse en muchos mares del mundo, pero uno de los lugares con mayor posibilidad de tener encuentros con machos adultos en una determinada época del año es la isla de Darwin, la más alejada de las que componen el archipiélago de las Galápagos. Durante la temporada seca, desde finales de agosto hasta mediados de noviembre, el plancton que aportan las tres grandes corrientes que confluyen en esta zona, la de Humboldt, la de Panamá y la de Cromwell, convierten las aguas de la isla de Darwin en una sopa de rico y nutritivo plancton que atrae a estos enormes tiburones. Por su tamaño el tiburón ballena no puede ser carnívoro y se pasa la vida vagando por los mares abriendo y cerrando la boca, como las ballenas, de ahí su apellido, para alimentarse de plancton y pequeños pececillos.
Poco por no decir casi nada se sabe de estos gigantes del mar que viven en las profundidades y cuyo ciclo apenas ha podido ser estudiado. Sabemos que pueden llegar a alcanzar 18 metros de largo y 20 toneladas de peso, que no fueron identificados y catalogados hasta 1828. Sabemos que pertenecen a la familia de los tiburones y, quizá el dato más importante, que son inofensivos para el ser humano. Pero dónde viven, cómo y dónde se aparean, qué rutas migratorias siguen y qué longevidad alcanzan -se supone que superan ampliamente los cien años- sigue siendo un misterio para la ciencia. Lo poco que sabemos es gracias a su costumbre de subir a la superficie en determinados lugares de océanos cálidos y en fechas muy concretas atraído por la acumulación de nutrientes. La isla de Darwin es uno de ellos.
Pero si llegar a Galápagos ya es en sí una aventura (y un dineral; al estar declarado parque nacional te cobran por todo), alcanzar Darwin se convierte en una empresa altamente improbable. La isla es tan solo una punta rocosa formada por restos de un antiguo volcán que emerge 300 kilómetros al noroeste del resto del archipiélago, a unas 26 horas de navegación desde la capital de las Galápagos, Puerto Ayora. No hay puerto, ni rada ni escollera en la que protegerse. Solo escarpados acantilados de cenizas volcánicas. Así que si te pilla una tormenta solo puedes ponerte al pairo de la isla... y rezar para que pase pronto. En cualquier caso el descenso a tierra está prohibido para evitar que la contaminación humana aporte nuevas especies y destruya este hábitat inmaculado desde hace millones de años, sumido en el griterío perenne de miles de aves marinas (petreles, piqueros, fragatas...) que anidan en sus paredes.
Lo curioso es que los escasos buceadores que llegan a Darwin esperan el momento sublime del encuentro con el "ballena" y salen decepcionados si no lo obtienen. Pero mientras esperan les rodea la más completa y variada fauna marina que hoy día pueda verse en nuestros esquilmados y desertizados mares. Porque, seamos sinceros: en los mares no queda ni un chirrete; lo hemos pescado todo. Sin embargo, aquí, en el Parque Nacional de las islas Galápagos, es fácil ver aún grandes bancos de tiburones martillo, amenazantes tiburones seda y cardúmenes de tiburón de Galápagos de nariz afilada y ojos asesinos que se acercan a curiosear en torno a los submarinistas. La estadística dice que nunca han atacado porque la superabundancia de comida les desmotiva para arremeter contra un objetivo extraño y de formas raras. Pero intimidan mucho. Es fácil ver también grandes tortugas verdes, grupos de delfines nariz de botella, cardúmenes de barracudas y jacks, algún tiburón de puntas blancas, lobos de mar, rayas, águilas de mar... Un festín para los submarinistas que convierte la inmersión en Darwin en una especie de buceo en Parque Jurásico.
En cualquier caso, ya sea a la lejana Darwin o a otra isla del archipiélago, un viaje a las Galápagos debería ser una especie de peregrinación a La Meca para cualquier amante de la naturaleza. En ningún otro lugar del mundo sientes que has llegado a la prehistoria.
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