La hermana mediana
Todo empezó en la playa durante un soleado, plácido fin de semana del mes de mayo.
Su madre siempre había sido gorda. En sus retratos de cría, un poco menos que en el de su primera comunión. En éste, algo menos que en las fotos que se hizo con su novio antes de casarse. En la de su boda, a cambio, ligeramente más delgada, y después de cada parto, más y más gorda cada vez. Su padre, sin embargo, había sido un niño flaco, un muchacho atlético, un joven fuerte, pero fibroso. Ahora estaba casi tan gordo como su madre, igual que su hermano mayor, que siempre había sido gordo, como ella, que nació con cuatro kilos y medio para seguir rompiendo, mes a mes, todas las gráficas del pediatra, como sería muy pronto su hermana pequeña, aquella niña tan mona, tan graciosa en las funciones de fin de curso de la guardería, que a los nueve años ya tenía pechos, caderas anchas de mujer achaparrada.
"Ella no podía hacer dieta porque adoraba a su familia y todos eran tan gordos o más que ella"
Ellos eran así, siempre habían sido gordos, y eran felices. Se llevaban bien, se querían, se reían, y los fines de semana se iban al apartamento que tenían en la playa para disfrutar del mar y de tres inmensas neveras portátiles. Así empezó todo. La hermana mediana miró a su padre, a su madre, a su hermano mayor. Miró después su propia barriga desparramándose sobre sus inmensos muslos, y se preguntó si toda la vida iba a tener que llevar un bañador negro. Entonces se levantó, anunció que se iba a dar un paseo y caminó dos kilómetros. Cuando llegó a la punta, se metió en el mar. El agua estaba helada, pero nadó hasta que empezó a sentir calor, e inmediatamente después, que se ahogaba. Se detuvo a recuperar el aliento, nadó de nuevo, se paró otra vez, repitió la operación varias veces y volver fue más fácil, porque las olas la ayudaron, la empujaron hasta la orilla.
Al reunirse con su familia estaba muerta de hambre, porque había forzado el paso para no retrasarse demasiado, pero su determinación sobrevivió a las tarteras que su madre había apilado sobre una mesa plegable. Se comió un filete empanado, sin pan, y una raja de melón. Cuando renunció al helado, su padre le preguntó si se sentía mal. Ella contestó que no, se levantó y echó a andar por la playa en dirección contraria.
En el atasco del domingo por la noche se decidió a pedir cita en el centro de salud. Su médico de cabecera casi se echó a llorar al escucharla. Luego descolgó el teléfono, habló con una endocrina amiga suya y la mandó a su consulta inmediatamente, no fuera a arrepentirse. Estuvo a punto, pero al final entró y le contó la verdad. Que ella no podía hacer dieta, porque adoraba a su familia y todos eran tan gordos o más que ella. Que no quería ofenderles, que no quería insultarles, que no quería problemas. La doctora la miró a los ojos y le prometió que no los iba a tener. Voy a enseñarte a comer, le dijo, con eso será suficiente.
Desde entonces comía cinco veces al día. Por la mañana se llevaba al instituto una manzana, un par de albaricoques o un puñado de cerezas, y cuando su padre se ofrecía a llevarla en coche, le decía que no, que prefería ir a pie, para despejarse. Pronto descubrió que si hacía el camino de vuelta andando rápido, llegaba a comer antes que en autobús. Ponme sólo un cazo, mamá, que no tengo hambre, y no me eches patatas, que he picado mucho en el recreo... No probaba el pan, bebía agua a todas horas, merendaba fruta y a la hora de cenar les decía que no se preocuparan, que ya se haría ella algo, que tenía mucho que estudiar. Cuando todos estaban viendo la tele, entraba en la cocina sin hacer ruido, se hacía medio tomate aliñado, una tortilla francesa, y lavaba la sartén para que nadie se diera cuenta.
Todos se dieron cuenta, porque tenía diecisiete años y adelgazó mucho más deprisa de lo que ella misma se habría atrevido a creer, sobre todo desde que volvieron a la playa para quedarse, a principios de julio, y se convirtió en la campeona de la boya roja, la única bañista que nadaba cuatro veces al día hasta el extremo del canal náutico. Para aquel entonces, el ejercicio ni siquiera le daba hambre, y mientras recorría la playa a paso ligero se sentía bien, contenta, mejor que nunca.
A mediados de agosto, el bañador negro se le había quedado tan grande que se le llenaba de arrugas cuando estaba seco, de bolsas dentro del agua. Mañana quiero ir al mercadillo, anunció una tarde, en un tono cuidadosamente despojado de emoción, igual me compro un bañador, porque éste está ya muy viejo... Nadie la acompañó en su día de su gloria, y por eso, antes de perderse en el barullo de los puestos, pasó por la farmacia, se pesó, comprobó que había perdido un kilo más, y ya eran veintidós.
Al día siguiente estrenó un bañador blanco, alto de pierna, sin hombreras. Le sentaba tan bien que, cuando se agachó para dejar las chanclas debajo de la sombrilla, su hermano mayor se levantó de la toalla.
-¿Qué hay que hacer? -le preguntó solamente.
-Ven conmigo -contestó ella.
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