El 'caso DSK'
Presenciar el desarrollo de los acontecimientos en una acera de Nueva York la semana pasada fue una experiencia inolvidable. Que sirva de advertencia para los poderosos en todas partes.
Tardaré mucho tiempo en olvidar la declaración que hizo el abogado Kenneth P. Thompson a un grupo de periodistas, en la acera del Tribunal Supremo del Estado de Nueva York, el viernes de la semana pasada alrededor de mediodía. Yo estaba en la ciudad ese día y lo vi en directo en televisión. Thompson representa a la mujer guineana que asegura que Dominique Strauss-Kahn la violó en una suite del hotel Sofitel de Nueva York el pasado mes de mayo. El abogado acababa de ver cómo empezaba a desmoronarse su caso después de que la fiscalía anunciase que había múltiples contradicciones y, al parecer, mentiras en el relato de la mujer, además de circunstancias sospechosas.
Algo no funciona en la justicia de Estados Unidos. La reputación del político francés ha sido destruida
Thompson, que está especializado en casos de discriminación laboral y acoso sexual, explicó con todo detalle los que, a su juicio, eran datos innegables de la agresión: la violencia que había desgarrado un ligamento en el hombro de la mujer (el abogado se tocó su propio hombro para reforzar el argumento), los hematomas en su vagina, las medias rotas. Y añadió: "Lo que además les quiero decir es que, cuando estaba luchando para librarse de él, cuando estaba de rodillas y él estaba agrediéndola sexualmente, después de terminar, ella se levantó y se fue corriendo a la puerta y empezó a escupir el semen de Dominique Strauss-Kahn que tenía en la boca, muerta de asco, por toda la habitación. Así que, cuando oigan hablar de las pruebas forenses, las pruebas de ADN, sepan que escupió su semen a la pared, lo escupió al suelo y ¿saben qué? En cuanto subió su supervisora, lo vio. Lo vio el personal de seguridad del Sofitel. Lo vieron los agentes de la policía de Nueva York. Y hubo un fiscal de la Fiscalía de Distrito de Manhattan que entró en la habitación del hotel ese mismo día y ella le enseñó dónde estaba el semen". (http://www.youtube.com/watch?v=cQ5QanQtCd8)
Si la mujer y su abogado dicen la verdad, lo que vimos fue un atisbo de una agresión sexual violenta de un hombre poderoso contra una mujer vulnerable. Todos tendrán que asumir la nauseabunda realidad. Ahora bien, si están mintiendo, la escena fue un ejemplo de difamación cometida a plena luz del día en una acera de Nueva York. Nada de lo que pueda hacer ahora el hombre que podría haber sido presidente de Francia le permitirá recobrar su reputación. Cada vez que se mencione su nombre, lo primero en lo que pensará todo el mundo será en este asunto.
A medida que surgen dudas sobre la demanda contra DSK, con la posibilidad incluso de que se desestime de aquí a unas sema-nas, las recriminaciones entre Francia y Estados Unidos suben de tono. "Independientemente de que DSK quede libre o no", escribe el periodista estadounidense Peter Beinart en The Daily Beast, "su caso deja bien a la justicia estadounidense. Podemos estar orgullosos de nosotros mismos", porque fue un caso "absolutamente ejemplar" de igualdad ante la ley. En el otro extremo, el filósofo francés Bernard-Henri Lévy clama contra "la conversión de la justicia en una barraca de feria", al referirse a la rueda de prensa de Thompson en la acera, y dice que a su amigo DSK "no solo hay que darle la libertad, sino, todavía más importante, restablecer su honor".
Estamos ante los ecos de una profunda diferencia entre la actitud de Francia y la de Estados Unidos ante las cuestiones de privacidad y reputación. El especialista legal de Yale James Q. Whitman explica que la esencia de la tradición estadounidense es la de igualar por abajo y la de la tradición francesa (y la alemana) es igualar por arriba. "Ahora somos todos aristócratas", dice el espíritu de París. Hasta la mujer inmigrante más pobre tiene derecho a que se la trate con civismo, respeto y honor, como si fuera una noble de las de antes. (Adviértase la inesperada reaparición de esa anticuada palabra, "honor", en el alegato de BHL en favor de DSK). "Ya no hay aristócratas", grita el espíritu de Nueva York, y es preciso tratar a todo el mundo con la misma falta de respeto. El rey y el mendigo, el ratero y el banquero poderoso, todos están sujetos a la humillación de tener que pasar, detenidos y esposados, ante las cámaras.
El análisis de Whitman es ingenioso, pero, al examinar lo que sucede a los dos lados del Atlántico, no puedo más que exclamar: ¡ojalá!
Ojalá fuera cierto que en la Europa continental se trata a la inmigrante pobre o la gitana con el respeto y el civismo que antes se otorgaba a los grandes señores. Puede que ese sea el ideal en el que se basan las leyes francesas y alemanas, como argumenta Whitman, pero la realidad es que una mujer pobre de, por ejemplo, Guinea tiene tantas probabilidades de sufrir represión, explotación y abusos en París como en Nueva York. Como estamos sabiendo con gran detalle tras este escándalo, los hombres poderosos esperan favores sexuales (¿invitan?, ¿seducen?, ¿extorsionan?) de mujeres con menos poder, en Francia tanto como en cualquier otro país, o quizá más.
Ojalá fuera cierto que en Estados Unidos los poderosos y los que no tienen poder son verdaderamente iguales ante la ley. Ese es el mensaje simbólico que transmite el inolvidable paseíllo neoyorquino ante las cámaras del hombre que podría haber llegado a ser presidente de Francia. Pero el mensaje es doblemente engañoso. Primero, no es verdad que todos sufran la misma humillación. Los ricos, poderosos y bien relacionados consiguen muchas veces evitar esa exhibición, y dedican mucho tiempo y dinero a asegurarse de ello. La historia del paseíllo de los detenidos ante las cámaras en Nueva York es también la historia de las ambiciones políticas de fiscales de distrito como Rudy Giuliani. Segundo, en el mundo mediático actual, en el que las imágenes valen muchísimo más que las palabras, la humillación ante las cámaras equivale a una condena sin juicio. Y una condena en el tribunal de YouTube no deja lugar para apelaciones.
Cuando, en un primer momento, defendió el hecho de que DSK tuviera que hacer el paseíllo -sin afeitar, desaliñado, esposado-, el alcalde de Nueva York, Michael Bloomberg, explicó a los periodistas: "Si uno no quiere que le vean esposado, que no cometa ningún delito".
Pero ¿y si resulta que no cometió el delito? Ah, reflexionó Bloomberg, "entonces la sociedad debería mirarse en el espejo y asegurarse de tener más cuidado la próxima vez". En los últimos días, ha cambiado de parecer y ha dicho que "siempre pensé que esa exhibición era una cosa vergonzosa". Y ahora nos lo dice.
Mientras tanto, la reputación de Strauss-Kahn ya ha quedado dañada, de manera irreparable. Al canto de satisfacción americana de Beinart se une en The New York Times Joe Nocera, que escribe con alegría que "si lo peor que le ha pasado [a DSK] es tener que aparecer esposado ante las cámaras, unos cuantos días en Rikers Island y algunos titulares desagradables, no es como para que se nos desgarre el corazón". Muy bien, espera a que te pase a ti, Joe. Entonces te miraremos el corazón a ver si ha sufrido algún desgarro.
Algo bueno saldrá probablemente de este asunto. Servirá de advertencia para los hombres poderosos, no solo en Francia, sino en todas partes. Si se empeñan en mantener determinados comportamientos, puede acabar pasándoles esto a ellos.
Aparte de eso, no hay muchos motivos para que Francia ni Estados Unidos se sientan muy satisfechos. El caso ha sacado a la luz un aspecto siniestro de las costumbres sexuales en la capa más alta de la sociedad francesa. Y la humillación de los detenidos ante las cámaras es una farsa de lo que debe ser la justicia. El águila estadounidense debería mirarse la paja en el ojo y el gallo francés la viga en el suyo.
Timothy Garton Ash es catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford, investigador titular en la Hoover Institution de la Universidad de Stanford. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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