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Columna
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Lo que crece

Se acaba de aprobar en el Congreso, y por unanimidad, la Ley de Seguridad Alimentaria y Nutrición que impide que determinados productos, cargados de grasas saturadas, sal o azúcares, se vendan en centros escolares. Esta ley responde a la necesidad urgente de frenar el sobrepeso y la obesidad infantiles que están alcanzando en nuestro país proporciones de epidemia (casi uno de cada cuatro niños las padece) con las nefastas consecuencias que ello implica no sólo en términos de gasto social -ningún sistema de salud puede permitirse semejante oleada de pacientes crónicos desde la más tierna infancia-, sino y sobre todo en términos de felicidad social. Ninguna sociedad digna de ese nombre puede aceptar "producir" en su seno niños para los que el cuerpo se vuelve en el sentido más literal un fardo, y una fuente de preocupación y sufrimiento. Los adultos sabemos de sobra lo que significa avanzar hacia el envejecimiento y sus dolencias; produce por ello horror y escándalo imaginar que los más pequeños puedan llegar allí antes de la hora, sin haber disfrutado largamente de esa maravillosa indiferencia o irrelevancia de los límites físicos que supone la juventud, y que la escritora argentina Marta Lynch resumía así de bien: "Magnífico cuerpo animal que funciona okey".

Y diría que ninguna cultura, digna de ese estatuto, debería permitirse cegueras y contradicciones intergeneracionales como la que consiste en sofisticar por arriba, para los adultos, la sensibilidad gastronómica -vivimos en un país iluminado de estrellas Michelin, por ejemplo, o donde proliferan las tiendas de delicatessen, las escuelas del gusto, los productos de autor-, sofisticar y refinar por arriba la sensibilidad gastronómica, mientras por abajo, los niños se vuelven adictos, esclavos de la comida basura. Es decir, mientras se les cierran las puertas para disfrutar en su momento de aquello que en la sociedad en la que viven es fuente de placer, de debate cultural, de atractivo turístico, de riqueza. Tenemos en este momento a los jóvenes en la calle porque sienten que se ha abierto entre ellos y los adultos un foso. No enseñar a los niños a comer es otra forma de añadirle a esa brecha metros de ancho y de hondo.

Bienvenida entonces esta ley. Y también, en una línea entiendo que parecida, la decisión de la Academia de Cine de impedir que los menores de 16 años opten a los premios Goya. Creo que evitar que actores y actrices entren desde niños en competición es una manera de defender su "salud", de permitirles que gocen de ese alimento puro, de esa pura delicia que consiste en hacer las cosas porque sí, por afición, por pasión, por amor al (en este caso séptimo) arte. En una hermosa canción de las que un día se llamaron, estimulantemente, de protesta Mercedes Sosa decía: "Es honra de los hombres proteger lo que crece". Estoy convencida; y creo que la Academia de Cine se honra y se prestigia con esta decisión.

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