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Columna
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Plazas duras, plazas blandas

Hay aniversarios que merecen ser recordados. El próximo mes de julio podríamos celebrar que hace 10 años que un grupo de inmigrantes subsaharianos se instaló en un rincón de la plaza de Catalunya. Al principio eran unos 50 y con 50 solo da para llenar un par de bancos. No ocupaban nada, estaban allí porque no tenían a donde ir. Su principal preocupación y la de los operarios de la limpieza de la plaza fueron las necesidades más básicas. El aniversario es exacto y el calor es más o menos el de estos días, pueden imaginarse el estado de las jardineras y de las balaustradas y el olor que inundaba la zona de la plaza más cercana a Portal de l'Àngel. En 2000 pasó algo parecido pero enviaron los inmigrantes a Alcarràs y se sacaron de encima el problema. Tanto máster en multiculturalidad para solucionarlo con el autobús y la Guardia Civil.

Bajo el cemento de la plaza de Catalunya, efectivamente, está la playa. Una gran playa de Senegal, con decenas de cayucos

Durante agosto de 2001, los inmigrantes, cuyo número aumentó hasta llegar a más de 200, bailaron por toda Barcelona una conga de lo más vistoso y divertido. Se trasladaban con la maleta a cuestas de un lugar a otro: de la plaza de Catalunya al Port Olímpic, del Port Olímpic al Arc de Triomf y de ahí hasta Via Laietana... Vaya, como el autobús turístico pero en caravana de la miseria. ¿Nos indignamos entonces? Bueno, la indignación fue relativa pero la demagogia, esta vez sin el formato panfleto, la de siempre. No había ni Twitter ni Facebook, claro que ellos seguramente no hubiesen entendido lo mismo que nosotros cuando les hubiésemos hablado de las redes sociales, qué ironía.

Todos los años esa ocupación para cambiar el mundo personal de cada uno de los inmigrantes tiene su recuerdo en las plazas de muchos pueblos del Segrià. Es una celebración involuntaria, centenares de senegaleses, guineanos, gambianos y malíes se reúnen en las plazas de cada pueblo a la espera de trabajo. Para ellos las redes sociales son los locutorios y Western Union. Las acampadas, los alrededores de masías, granjas o, simplemente, ruinas, la verdadera manifestación con voluntad de cambiar el mundo, su mundo, pura supervivencia.

Estas acampadas se han ido repitiendo en plazas y suburbios del Segrià desde finales de los ochenta. Hasta finales de los noventa la prensa no se empezó a hacer eco de ello y, después de la situación más complicada de principios de la década pasada, el eco digamos que se oye más bien poco, pero la escena de gente durmiendo al raso se repite cada año. Con menos glamour revolucionario que en Sol o en Catalunya, pero con un realismo social que pone los pelos de punta. En esto, como en todo, cada cual cuenta la feria según le va en ella. La juventud de Malí o de Sierra Leona se desplazaba hasta aquí rezando para poder trabajar de cualquier cosa. Hoy, vemos como una tragedia nacional que licenciados con máster y recomendación puedan tener que emigrar.

La duda razonable consiste en saber si las acampadas se decantan por la ideología o por el bienestar. Mientras participábamos del banquete del crédito de la década pasada los únicos que ocupaban las plazas eran los guineanos y los senegaleses. ¿Hemos disfrazado de ideología el pago de la factura? Los eslóganes están muy bien pero a lo mejor solo tenemos que pedir lo posible, y hablo de préstamos, pero también de utopías. Pasamos de especializarnos en besar el culo al sistema cuando hacía el favor de meternos el coche en la hipoteca a cursar un posgrado en retórica revolucionaria cuando vemos que al sistema le sube la libido y nos pide más. Bajo los adoquines de Sol, bajo el cemento de la plaza de Catalunya, efectivamente, está la playa. Una gran playa de Senegal, con decenas de cayucos.

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Francesc Serés es escritor.

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