De entre los vivos
Este es un libro que habla de la vida. De una vida pespunteada por la muerte, como es toda vida consciente de sí misma. En realidad el texto es un leve puñado de anotaciones... Un librito de memorias, por así decirlo. O de estampas pegadas a la cotidianidad del autor y a sus reflexiones. Miguel Mena, escritor y locutor de una emisora de radio en Zaragoza, tiene un hijo con síndrome de Angelman. Lo cuenta de manera oblicua en esta obra. El síndrome de Angelman, lo he tenido que buscar en Internet para enterarme, es una enfermedad neurogenética rara y grave. Las personas que lo sufren padecen retraso, dificultades motrices, no llegan a aprender a hablar y, según dice la Wikipedia, "muestran un estado aparente de permanente alegría, con risas y sonrisas en todo momento, siendo fácilmente excitables". Es el síndrome de los ángeles. La beatitud. Pero qué duro. Ese niño mudo, distinto y siempre sonriente alumbra por entero el libro de Mena. Y no es que el autor hable gran cosa de su hijo; pero, de alguna manera, uno sabe que Piedad, que así se llama el volumen, ha nacido justamente de esa herida. De la necesidad esencial de hacer algo con el dolor, para que el dolor no te destruya. Miguel Mena ha escogido lo único que yo creo que uno puede hacer con el sufrimiento, y es convertirlo en empatía, en compasión, en entendimiento del dolor de los demás. En piedad, como titula él con rotunda, hermosa, antigua palabra.
Ese niño mudo, distinto y siempre sonriente alumbra por entero el libro de Mena
Es un trabajo muy íntimo y muy libre sobre la desazón y la incongruencia de la vida
Este libro de desnuda sencillez es como un cuaderno de notas, un trabajo muy íntimo y muy libre sobre la desazón y la incongruencia de la vida. No hay desgarro, no hay adjetivación melodramática, no hay patetismo. Es una aproximación estoica y fría y, sin embargo, a veces te abrasa. Y lo digo literalmente: tras leer alguna de las breves entradas (de apenas media página o una hoja) te quedas sobrecogida y sin aliento, como si te hubieran dado un puñetazo en el plexo solar. Déjame que copie una; se titula 'Silencios' y dice así: "El niño sin voz tiene tendencia al saludo. Cuando paseas con él y se cruza con alguien, a menudo extiende su brazo hacia el desconocido y emite un ligero gemido: aaaaaaaaaaa... Esto es todo lo que puede decir. Las respuestas son muy variadas, desde quien le habla y tiene hacia él un gesto cariñoso o compasivo hasta quien lo ignora deliberadamente y hace como que no lo ve. Nunca te acostumbras a esa indiferencia forzada y un día estallas. El niño sin voz ha saludado a un chico sentado en un portal, un adolescente que mira sin decir nada. El niño sin voz insiste y el chaval, nada de nada. Te duele. Te irrita. Te cansa. Te vuelves y le recriminas su silencio, le reprochas su indiferencia, descargas sobre él la rabia acumulada por todos los que durante años han ignorado al niño sin voz. Y el adolescente, con cara de estupor y haciendo un grandísimo esfuerzo, saca de lo más profundo de su garganta un sonido casi ininteligible y a duras penas dice: Sssssoy sssssordo".
Las notas o microcuentos reales no tienen relación cronológica ni temática, más allá de esa manera de mirar el mundo desde la fisura de una pena ya asumida. Y entre los fragmentos de texto hay fotos, instantáneas en blanco y negro realizadas también por el autor y que son otra manera de contar lo mismo. Lugares, rincones, detalles que resultan especialmente elocuentes o conmovedores. Un gato encima de una pintada. Una bicicleta cubierta de nieve. La placa de una calle. Todo en Piedad es minimalista, solitario, deshabitado. Es el retrato de un mundo de alguna manera devastado, pero narrado no en el momento de la tragedia, sino mucho después de haber hecho explosión la bomba de neutrones. De alguna forma, también es una celebración de que la vida siga pese a todo, incluso así de incomprensible, de aterida y de rota. Otra entrada: se titula 'Planes': "A veces me cruzo con la familia que quisimos ser. No una en concreto. Ya sabes: esa idea dispersa que teníamos. Un número aproximado. Un estilo. Un aspecto. Una forma de ser y de comportarse. A veces me cruzo con el futuro que imaginamos y todavía siento un pellizco de felicidad al recordar aquellos días de risas y planes". Y una más, titulada 'José Edmundo Casañ': "El comando lleva semanas preparando una acción. Un día tras otro, suben y bajan por la autovía de Pamplona a San Sebastián, de San Sebastián a Pamplona. No es fácil llevar una vida normal y en los ratos libres ser un activista. Con la vieja carretera no habría sido posible coordinarse tan bien, moverse tan rápido. Mientras acelera entre montañas, el jefe del comando intenta hacer memoria. Se pregunta: '¿Cómo se llamaba aquel técnico que matamos en Valencia para que no construyera esta autovía?".
Piedad es un libro muy raro. Sorprende por lo auténtico, por su radical ausencia de adorno, por esa clara voluntad de desprendimiento de las pompas del mundo. Es una obra monacal, austera y contenida que sin embargo conmueve hasta la médula, aunque el autor sólo se permita caer de manera abierta en la emoción en un par de ocasiones. Como en ésta: "El niño sin voz es tan rotundo en sus afectos que a veces tengo que recordarle que soy su padre, que para darme un beso no hace falta que me pase toda la lengua por la cara. Mi ternerico". Es un volumen modesto que seguramente no aspira a cambiar la historia de la literatura y que, dado que no tiene mucho texto, podría leerse de un tirón en un par de horas, porque, además, resulta muy ameno. Pero lo cierto es que te tomas tu tiempo en acabar la obra, y masticas las palabras, y las tragas lentamente, igual que tragas con tiento un jarabe medicinal de sabor denso y chocante. Ese jarabe que te va a curar, que es exactamente lo que hace este libro.
Piedad. Miguel Mena. Xórdica Editorial. Zaragoza, 2008. 182 páginas, 15,95 euros.
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