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Columna
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Usted, lo que yo le diga

Las caídas del caballo suelen ser dolorosas. Olvídense de las películas del Oeste, que uno no se levanta tan fácilmente. La dureza del golpe lo aturde a uno, que observa, además, las consecuencias del cambio de perspectiva. El mundo visto a la altura de la pezuña de un caballo, qué poca cosa somos.

"Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?", le pregunta Jesús a san Pablo, quien no solo muda de fe, sino que también cambia de nombre... Es lo que tiene llegar a contemplar la luz fulgurante que se describe en la Biblia y que brilla por doquier estos últimos años en Cataluña para convertir a los más incrédulos. Caer del caballo es sano, debería ser el deporte nacional, nuestro lugar como hombres está más cerca del polvo del camino que del pedestal de la estatua ecuestre. A ras de suelo los revolcones ideológicos que nos da la vida son menos graves. Además, uno debería tener derecho a caerse del poni diversas veces a lo largo de los años sin temer lesiones graves.

De un extremo al otro, los conversos están siempre descolocados y por eso tratan de descolocarlo a uno

También a señalar con el dedo a los que después de morder el polvo se cambian la chaqueta como si nada. Y es que abundan los conversos. Si antes eran pronucleares, después de Fukushima son capaces de recriminarte que te duches con agua caliente. Han pasado del españolismo rancio al independentismo radical sin recorrer los largos y tortuosos pasillos del federalismo isométrico o del nacionalismo tridimensional. Los mismos que se pavoneaban por los festivales de verano (de la caja que sea) al ritmo de Caetano Veloso, los mismos que financiaban aquí esta urbanización y allá aquel bloque de pisos, nos recriminan hoy nuestra poca productividad. Los que, en lo alto del atril, señalaban los bancos islandeses o el despegue irlandés no ven nada más que escuelas finlandesas y fábricas alemanas. Las americanas del tertuliano son infinitas y su criterio, infalible. Ni pizca de polvo del camino.

Cuando vivía en Hostalets de Balenyà solía desayunar con los empleados de una carpintería de enfrente. Siempre que había una discusión, uno de los oficiales de primera le recriminaba al aprendiz que diese su opinión. "Tú, lo que yo diga, así no te equivocas nunca". La madera de haya era la mejor, aquel coche el más fiable y la mejor película de todos los tiempos, Ben-Hur. Era el mismo que cuando se escaqueaba un par de días del trabajo daba la excusa de que se le había muerto su padre, que, por lo visto, resucitaba para volver a morir después de muchos fines de semana. La fe y el vino mueven montañas.

De un extremo al otro, los conversos están siempre descolocados y por eso tratan de descolocarlo a uno. Nunca se será lo suficientemente oficial de primera, socialista, barcelonista, nacionalista, vegano, independentista, liberal o ecologista. Cualquier matiz lo condena a uno a la hoguera; ex militantes del PP pueden reñirte en público por no ser lo suficientemente soberanista de la misma manera que mañana lo pueden hacer por no ser lo suficientemente independentista o, en sus tiempos mozos, por no querer hacer la mili. Gestores culturales que despreciaban la cultura catalana -milagros en Ciutat Vella, donde la luz tiene una de vatios...- se convierten en adalides de cualquier poeta modernista olvidado y puede que hasta te arreen con una exposición. Tú, obviamente, serás culpable de no haberlo leído, de no haberlo citado, de no haber expresado con contundencia la necesidad de sus libros o, en su defecto, del catálogo. Y si cambias de opinión debes saber que no lo habrás hecho en el momento adecuado.

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Ellos sí, es lo que tiene la fe. Y es que el mundo puede ser complejo, pero nada como el dogma.

Francesc Serés es escritor

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