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Columna
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Caprichos de dictador

La disparatada aplicación de los beneficios penitenciarios determinó su eliminación en 1995

El escritor y dramaturgo madrileño Enrique Jardiel Poncela, que tuvo numerosos problemas con la censura del franquismo por su humor inteligente y corrosivo, llegó a decir: "La dictadura es el sistema de Gobierno en el que lo que no está prohibido es obligatorio". Seguramente la frase es muy acertada, pero lo que mejor define las dictaduras personalistas es esa facultad de los dictadores de hacer su real gana. Al principio, tras eliminar -muchas veces físicamente- a sus enemigos, suelen actuar generalmente con un cierto pudor, pero a medida que se afianzan en el poder todos los subordinados tienden a satisfacer hasta sus mínimos caprichos e incluso legislan para que pueda -sin demasiados problemas- condenar a muerte o excarcelar a quien le apetezca. Obviamente, es el propio dictador quien sanciona las leyes, por lo que sería un esfuerzo inútil, si alguien se atreviera, enviarle un texto contrario a sus deseos.

El Código Penal de 1973, que fue aprobado por Franco dos años antes de su muerte, cumplía con esas características: mantenía la pena de muerte y recogía los llamados beneficios penitenciarios, de tal manera que el buen comportamiento podía acelerar enormemente la salida de prisión.

Con la llegada de la democracia, los partidos que habían luchado contra la dictadura exigieron la abolición de la pena de muerte, como así se hizo en la Constitución. A pesar de indultos y amnistía, las cárceles estaban llenas y los motines de los presos fueron una constante en la Transición. La izquierda estaba muy sensibilizada con la arbitrariedad de determinados ingresos en prisión y la derecha, un punto avergonzada, por lo que nadie planteó el eliminar los beneficios penitenciarios, máxime cuando lo moderno no era exigir el cumplimiento íntegro de las condenas sino, por mandato constitucional, eliminar el régimen punitivo y orientar el cumplimiento de la pena hacia la reinserción de los reclusos.

Si todo el mundo hubiera sido bueno, la solución hubiera sido perfecta, pero la realidad es tozuda y el terrorismo, lejos de disminuir en tiempos de libertad, aumentó. ETA (en sus diferentes versiones, milis, poli-milis, Comandos Autónomos Anticapitalistas), GRAPO, Terra Lliure, Exército Guerrilleiro do Pobo Galego Ceibe y la ultraderecha más radical, cada uno en su estilo, se hicieron presentes con bombas, secuestros, ametrallamientos y asesinatos.

En aquel momento nadie pensó en que los beneficios penitenciarios reducirían a menos de dos tercios la condena efectiva, porque las penas que se anunciaban eran de cientos de años de cárcel. El problema, si es que lo fuera a haber, ocurriría dentro de 18 o 20 años y entonces había problemas mucho más graves que resolver, como por ejemplo el intento de golpe de Estado del 23-F.

Pero la aplicación real de los beneficios penitenciarios fue un despropósito. La redención de penas por el trabajo se convirtió en "redención de patio", es decir, que solo por estar en el patio de la prisión, sin trabajar, porque no había trabajo para todos, los presos tenían derecho a la reducción de un tercio de su condena, lo que no parece razonable. Y en la concesión de los beneficios extraordinarios la arbitrariedad y el disparate fueron todavía mayores.

Por entonces, ETA obligaba a sus presos a no aceptar las redenciones de pena para mantener la disciplina interna de la banda, pues existía la tentación de buscarse fórmulas personales para acelerar la salida de prisión. Solo algunos como Iñaki de Juana Chaos reclamaron todas sus redenciones y muchos de los jueces de los lugares en los que estaban las cárceles -juzgados pequeños y jueces sin escolta- no se atrevieron a rechazarlas por disparatadas que fueran para no ponerse en el punto de mira de los terroristas. Para paliar ese problema se creó el juzgado de vigilancia penitenciaria en la Audiencia Nacional.

Mientras tanto y debido a todo eso, el Código Penal del 95 eliminó los beneficios penitenciarios y ahora las penas, aunque notablemente rebajadas, excepto para el terrorismo, con respecto al Código franquista, se cumplen día a día.

Claro que aún queda el problema de contabilizar los beneficios a los presos condenados con aquel Código. De ahí la doctrina Parot, pero esa es otra historia. Así que, como también decía el propio Jardiel Poncela, "cuando tiene que decidir el corazón es mejor que decida la cabeza". Y con descarnada ironía, ya que acabó en la miseria, concluía: "En la vida humana solo unos pocos sueños se cumplen; la gran mayoría de los sueños se roncan".

Motín de presos en Carabanchel en 1983.
Motín de presos en Carabanchel en 1983.MARISA FLÓREZ

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