La mirada de la muerta
Cuenta una anécdota, quizá inventada, que un día Jean Cocteau le preguntó a una niña qué era el cine y que esta le contestó: "El cine es el arte de coger a los muertos y ponerlos a andar". La definición, en su visionaria síntesis poética, es tan precisa que ha sido reiterada por cinéfilos, críticos y cineastas hasta la extenuación, pero solo en muy contadas ocasiones ha encontrado un territorio tan idóneo en el que apoyarse como el que ofrecen las imágenes de El extraño caso de Angélica, el último largometraje -por ahora, por poco tiempo, si la vitalidad del artista sigue como hasta ahora- del centenario Manoel de Oliveira. En ella, un fotógrafo consigue que un cadáver le devuelva la mirada y ahí -precisamente, en una muerta que se pone a andar simbólicamente, a moverse de manera casi imperceptible- parece detectar el cineasta el secreto movimiento que transforma un lenguaje en otro, la fotografía en cine, quizá sirviendo a una misma misión: la de dotar de vida permanente a lo que va a desaparecer.
EL EXTRAÑO CASO DE ANGÉLICA
Dirección: Manoel de Oliveira.
Intérpretes: Pilar López de Ayala, Ricardo Trepa.
Género: Drama. Portugal-España-Francia-Brasil, 2010.
Duración: 97 minutos.
Transforma una reflexión sobre la esencia del cine en poema de amor 'fou'
En El extraño caso de Angélica está, posiblemente, todo aquello que fascina al incondicional del cine de Oliveira, pero, también, todo un arsenal de belleza, estímulos para la reflexión y alicientes conceptuales capaz de hechizar a quien solo se ha rendido ocasionalmente a su talento y, también, capaz de despertar la curiosidad de quien jamás ha sentido la tentación de acercarse a la obra del portugués. Sí, aquí el cineasta recurre a su ocasional gramática de planos estáticos que la composición, los actores y su discurso llenan de contenido, pero no asalta la sospecha de la desgana o el pragmatismo estilístico. El extraño caso de Angélica es algo más que una película excepcionalmente rica. Es, también, muchas películas en una y el regalo que este crítico, que nunca se ha contado entre los fieles oliveiranos, ya no esperaba recibir del veterano creador: paradójica obra vitalista y vocacionalmente testamentaria al mismo tiempo, lúdico juego de manos que transforma una reflexión sobre la esencia del cine en un poema de desaforado amor fou, película donde lo cartesiano -o esa idea de civilización que Raymond Bellour identifica en el libro Mutaciones del cine contemporáneo como columna vertebral de Oliveira- se alía con las derivas del subconsciente surrealista.
La película contiene un vuelo espectral, en blanco y negro, sobre un fondo de nubarrones tenebristas que, probablemente, marque el mayor punto de cercanía de Oliveira con una fantasía de Méliès o con el segmento de Una noche en el monte Pelado de Fantasía (1940). Con todo, el gran tour de force es una larga conversación en el comedor de una pensión, que se abre citando a Ortega y Gasset, menciona crisis económicas y proyectos cancelados y culmina en reflexión sobre materia y antimateria, propiciando una iluminación mística en la mente del protagonista. Contaba Fernando Rey que Luis Buñuel lo reclutó como actor al verle interpretar muy convincentemente a un muerto: como en Belle Toujours (2006), Oliveira tantea aquí un territorio no del todo ajeno al del aragonés, convirtiendo a Pilar López de Ayala en la sublimación de toda fantasía romántico-mortuoria.
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